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En el núcleo de la existencia familiar
El objetivo de esta conferencia es orientar a los orientadores, con el fin de que a su vez ellos orienten a quienes les piden ayuda


Por: Tomás Melendo Granados | Fuente: arvo.net



Jugando un poco con las palabras, me atrevería a sostener que el objetivo de esta conferencia es orientar a los orientadores, con el fin de que a su vez ellos orienten a quienes les piden ayuda, bien para resolver algún problema concreto, bien simplemente para mejorar el tono y la calidad de la vida en su hogar.


Y, para lograrlo, nada mejor que definir lo que constituye el núcleo de la existencia familiar y el punto en el que en fin de cuentas habrá de incidir toda acción encaminada a elevar el nivel y la eficacia del conjunto de actividades desplegadas por cualquier familia que aspire a ser lo que debe.

En principio, determinar la sustancia y el objetivo de la institución familiar no parece complejo. Juan Pablo II los ha señalado con tanta claridad que, al menos en teoría, se han convertido en un lugar común. Escojo una cita entre miles:

"En una perspectiva que además llega a las raíces mismas de la realidad, hay que decir que la esencia y el cometido de la familia son definidos en última instancia por el amor. Por esto la familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor".


1. El núcleo primordial


a) Primero… los padres




Amor, por tanto, y amor en su acepción más noble: amor de amistad o benevolencia. Pero amor ¿entre quiénes? No es infrecuente que los padres consideren por vez primera la necesidad de formarse mejor cuando alguno de los hijos comienza a plantearles dificultades que los superan. Suelen entonces acudir al centro educativo para hablar con el preceptor o se inscriben, entre animosos y angustiados, en un curso de orientación familiar sobre adolescencia… El "problema", por decirlo con un tanto de dramatismo, es el hijo.

Y aquí es donde la acción del orientador debe empezar a hacerse notar, hasta imprimir un giro de 180 grados en el planteamiento de los cónyuges. Ha de hacerles entender que toda su actividad paterna resultará inútil hasta que, en el seno de la familia, no dirijan su mirada y su influjo renovador hacia… ellos mismos: son los padres quienes deben cambiar en primer término si pretenden provocar un perfeccionamiento en la existencia de sus hijos. Cualquier progreso en el despliegue de una familia es fruto de una modificación en la vida de los cónyuges, que se implican más, y más decididamente, en el seno del propio hogar. Sin ese más radical compromiso, todo resulta inútil.

Y, en efecto, en más de una ocasión, siguiendo sugerencias del Romano Pontífice, he puesto de relieve que la familia resulta insustituible para la maduración e incluso la existencia de la persona en cuanto tal y, por tanto, de todos los componentes de la familia en todos y cada uno de sus niveles de desarrollo: desde la indigencia absoluta del recién concebido, pasando por la inseguridad y las dudas del niño o del adolescente, hasta la aparente firmeza autónoma del adulto, la plenitud del hombre y la mujer en sazón y la fecunda pero frágil riqueza del anciano.

Desde este punto de vista, parece imprescindible hacer comprender a los padres, de la manera que en cada caso dicten las circunstancias, que la familia es necesaria no sólo para que sus hijos se vayan perfeccionando mientras son más o menos pequeños e inexpertos o cuando empiezan a "hombrear" y escapárseles de las manos; sino también, ¡y antes!, para que ellos -el padre y la madre, hechos y derechos y en muchos casos auténticos "triunfadores" en la vida profesional o incluso pública- "se realicen" en verdad como personas.

¿Por qué "antes" y "más" para los padres? Se nos ha recordado a menudo que la persona sólo encuentra su plenitud cuando ama, mediante "la entrega sincera de sí misma a los demás". Por eso, si llevamos al extremo lo que vengo sugiriendo, cabría afirmar que cuanto más perfectos van siendo un hombre o una mujer, más necesitan de la familia como el ámbito en el que, sin ningún tipo de trabas, pueden dar y darse… con la seguridad de ser acogidos justo como personas.



b) La familia, por encima de todo

A este respecto, las palabras de Juan Pablo II no pueden ser más diáfanas: "El hombre -asegura-, por encima de toda actividad intelectual o social por alta que sea, encuentra su desarrollo pleno, su realización integral, su riqueza insustituible en la familia. Aquí, realmente, más que en cualquier otro campo de su vida, se juega el destino del hombre".

"Por encima de toda actividad intelectual o social por alta que sea…; más que en cualquier otro campo de su vida". El actual sucesor de Pedro es tajante, porque sabe prescindir de todo lo superfluo y adentrarse hasta la médula de las realidades que esclarece. Pero, en este caso concreto, los padres y las madres pueden fácilmente "experimentar" lo que el Pontífice afirma. Pueden caer en la cuenta de que equivocan el rumbo cuando descuidan la atención directa e inmediata a los demás miembros de su familia para dedicarse a otros menesteres, profesionales o sociales, en los que incluso alcanzan el éxito más absoluto… buscando con franca generosidad el bien de aquellos con quienes así se relacionan. Porque ese triunfo no es capaz de ahogar la especie de desazón íntima que les asalta siempre, en los momentos más hondos y humanos, por el hecho de desatender el círculo familiar, en el que, en expresión del Papa, habrían de encontrar "su realización integral, su riqueza insustituible".

Incluso desde el punto de vista psicológico, resulta muy improbable que, sin una entrega delicada en el seno del propio hogar, pueda una persona sustraerse a la tentación de considerar esa tarea como de segunda categoría. ¿Qué ocurre, entonces? Pues, probablemente, que, además de desatender al cónyuge, acabará por delegar en él la educación de los hijos o, sobre todo cuando también el otro consorte busque su realización prioritaria fuera de casa, los encomendará a otras instituciones -colegio, club juvenil…-, cuya misión real no es sino subsidiaria respecto a la de los padres y cuyo influjo eficaz en los chicos se torna entonces muy limitado y epidérmico.

Por eso, si el punto de partida de una consulta fuera el que antes insinuaba -el del "hijo problema"-, es hoy misión de los orientadores, y misión prioritaria, hacer saber a los padres que la familia resulta imprescindible para el íntegro desarrollo de sus hijos porque en primer término lo es también para él o para ella como cónyuge y como padre o madre. Explicando de pasada, según acabo de sugerir, que un padre insatisfecho por no desarrollarse en plenitud dentro de su propio hogar no puede aportar auténtica vida ni apoyo sólido a ninguno de los hijos que en ese mismo hogar han venido a la existencia y en el que encuentran también la principal palestra para su robustecimiento personal y la base ineludible para el despliegue enriquecedor en cualquier otra esfera de su existencia.



2. El amor de los padres se desborda


a) Para poder amar… ¡amarse!


Sentadas estas ideas generales, cabría dar un paso más, centrando nuestra atención no ya en la necesidad que el padre y la madre tienen de la familia por su misma condición de personas, sino justo en cuanto padres o madres, es decir, en función del crecimiento y la mejora de sus hijos. Con otras palabras, que de entrada pueden resultar paradójicas: para cumplir sus deberes paternos, los componentes de un matrimonio no han de dirigir en primer lugar su atención hacia los hijos, sino hacia el otro cónyuge. Y la razón es muy simple, aunque en algunos casos no se le conceda la importancia que reclama: la primera -y casi la única- cosa que un hijo necesita para ser educado es que sus padres se quieran entre sí.

Se trata de una idea desarrollada con brillante sencillez por Carlos Llano: como la educación de los hijos no es sino la más genuina expresión del amor de los padres hacia ellos, y como este amor no puede ser a su vez sino el despliegue del cariño entre los esposos, el que los cónyuges se amen de veras constituye la clave esencial, y casi el todo, de su misión dentro de la familia.

Llano escribe: "La condición ineludible para que la familia se constituya como ámbito formativo del carácter de los hijos es el amor firme de los padres, con las notas propias que los clásicos le asignaron desde antiguo: el amor familiar ha de ser constante, lleno de confianza y responsable, si quiere poseer valor formativo […]. La inducción del carácter es, diríamos, una emanación del amor conyugal, una extensión -casi un apéndice- suyo: los padres no tendrían otra cosa que hacer más que amarse de manera constante, llena de confianza y responsable. Habría después, sí, recomendaciones, sistemas, técnicas, fórmulas, procesos y recetas positivas para lograr el objetivo" de formación "de los hijos; pero todas las recomendaciones para ello serán apenas una cabeza de alfiler en el profundo y extenso universo del amor familiar en que se desarrollen. Al menos, puede afirmarse sin equivocación que tales recomendaciones, sistemas, técnicas, fórmulas, procesos y recetas serán bordados en el vacío si no se dan dentro del espacio del amor familiar, la primera e imprescindible condición, y casi la única".

Los expertos en orientación están hoy más obligados que nunca a insistir en este extremo, porque desafortunadamente ni se presenta bien dibujado para la inteligencia ni fácil de instaurar en la vida vivida. Y, sin embargo, se trata de algo de radical relevancia: lo más importante que tienen que hacer los esposos con vistas al desarrollo y la felicidad de sus hijos es quererse el uno al otro, de forma creciente, con un amor que trascienda las discrepancias de carácter, las pequeñas incomprensiones, las dificultades, las pretendidas afrentas… La marcha de la entera familia, en cada uno de sus miembros, viene casi enteramente definida por el amor mutuo que se tengan los padres.

Amor conyugal, amor familiar, escribí en cierta ocasión como título de un ensayo sobre el tema que nos ocupa. Y el sentido de la expresión era patente: la calidad del amor que anima a cualquier familia se encuentra determinada por las características y la categoría del cariño entre los cónyuges. Con metáfora que raya un tanto en lo cursi podría decirse: desde que sale del útero materno, donde el líquido amniótico lo protegía y alimentaba, el niño necesita imperiosamente de otro "útero" y otro "líquido", sin los que no podría crecer y desarrollarse; a saber, los que promueven el padre y la madre cuando se quieren de veras. Fuera de ese ambiente es muy difícil que el muchacho progrese de la manera oportuna, hasta conquistar la estatura inefable de la persona cuajada que por naturaleza está llamado a ser. Y el centro escolar o el club juvenil, por más que lo pretendan y luchen por lograrlo, a duras penas colmarán el déficit causado por el vacío de amor de los padres.

Dentro de este contexto, me parecen concluyentes y luminosas las convicciones expresadas por Ugo Borghello: "Cuando se trae a un hijo al mundo, se contrae la obligación de hacerlo feliz. Para lograrlo […] existe sobre todo el deber de hacer feliz al cónyuge, incluso con todos sus defectos. Para ser felices, los hijos necesitan ver felices a sus padres. El hijo no es feliz cuando se lo inunda de caricias o de regalos, sino sólo cuando puede participar en el amor dichoso de los padres. Si la madre está peleada con el padre, aun cuando luego cubra de arrumacos a su hijo, éste experimentará una herida profunda: lo que quiere es participar en la familia, en el amor de los padres entre sí. En consecuencia, engendrar un hijo equivale a comprometerse a hacer feliz al cónyuge".



b) "El" derecho esencial de los hijos

Como consecuencia de ese querer recíproco, y apoyados en él, los padres podrán enderezar un afecto profundo y vigoroso hacia cada uno de los hijos que de ese cariño ha surgido. ¿Cuáles han de ser las características de tal amor? También este extremo debe tratarse con cierta cautela, insistiendo incluso en lo ya conocido: porque en lo que atañe al amor hacia los hijos no es oro todo lo que reluce… aunque reluzca con la mejor de las intenciones. De acuerdo con la ya clásica descripción aristotélica, se ama a una persona cuando se procura y se le ofrenda lo que es bueno para ella. Realmente bueno. No lo que viene a suplir una falta de auténtica dedicación al ser querido, poniendo coto a sus quejas, sino lo que efectivamente lo hace crecer, lo mejora, acercándolo con eficacia a su cumplimiento como persona. A este amor -¡a éste!- nuestros hijos tienen derecho, un derecho absoluto.

Pero no tienen derecho, porque implicaría una falsificación del genuino cariño, ni al premio desmesurado por las buenas calificaciones -que deberían ser de por sí gratificación más que suficiente-, ni a la paga también desmedida, ni a las noches locas e incontroladas del fin de semana, ni a la prendas de marca tiranizadas por la moda, ni a las vacaciones por encima de nuestras posibilidades económicas o de lo simplemente razonable, ni a la moto o al coche cuando todavía no son responsables en otros ámbitos de su existencia, ni a tantas cosas por el estilo.

(Y los hijos, en el fondo, comprenden y agradecen ese cariño repleto de firmeza. Lo ilustraré con un par de anécdotas de familias muy cercanas. Aproximadamente hacia los 13 años, la hija mayor de una de ellas planteó el problema, tan ingenuamente dramatizado por la mayoría de los padres, de las salidas nocturnas. La primera tarde que surgió la cuestión, la madre propuso con una calma a la vez recia y serena: "De acuerdo, pero a las once y media tienes que estar en casa". "Entonces no me compensa salir", replicó la cría. "Pues no lo hagas", respondió la madre sin elevar la voz. Naturalmente, la muchacha cogió una rabieta… pero se quedó en casa. La madre mantuvo sin estridencias su postura, y el asunto no volvió a plantearse. Al cabo de 6 ó 7 años, cuando la chica -ya mucho más madura- cursaba su carrera en una Universidad lejana a su hogar y empezó a salir en serio con un chico, comentó confidencialmente a su madre: "En su momento no lo acabé de entender, pero te agradezco infinitamente que no me dejaras trasnochar cuando te lo propuse; ahora puedo dominarme, pero estoy segura de que entonces habría hecho algo de que lo más tarde hubiera debido arrepentirme".

En la otra familia amiga también impera el criterio eficacísimo, explicado a los hijos desde los 2 ó 3 años, de que el "todos lo hacen" no tiene ninguna fuerza en ese hogar. "Si se trata de algo bueno -se les expone-, tienes mi bendición para realizarlo incluso con la oposición de todos tus amigos; si lo que propones es incorrecto, aunque fuera una costumbre de "todo el mundo", tú no debes llevarlo a cabo". Por razones que no tienen por qué extenderse a todas las familias, en aquella, con un buen puñado de hijos pequeños, se estableció que no verían la televisión, sino sólo un video todos juntos el sábado por la noche, que comentarían en la tertulia del domingo. Y se dieron razones adaptadas a la edad de los críos. "En primer término, existen multitud de actividades más enriquecedoras, máxime cuando tenéis un montón de hermanos con los que jugar y divertiros". "Después -sobre todo para los más pequeños-, porque la exposición prolongada ante el televisor "os vuelve un poco tontitos"". Tras más de 20 meses de "ley seca televisiva", en la clase de una de las niñas, por entonces de 6 ó 7 años, se suscitó el "problema" de la televisión. Las crías protestaban sobre todo "porque nuestros padres ven programas que a nosotras no nos permiten ver". Cuando a la hija de mis amigos le preguntaron qué opinaba ella, contestó con sencillez: "Pues en mi casa no nos dejan ver la tele porque mis padres nos quieren mucho". Ni qué decir tienen que, al enterarse, los padres fueron los primeros sorprendidos: jamás habían argumentado con razones de cariño… que fueron sin embargo las que captó la niña.

Son dos muestras de exigencia afectuosa -en el fondo y en la forma-, debidas en justicia, modificando lo que imperen las circunstancias, a cada uno de nuestros hijos.)

Porque a lo único que éstos tienen derecho, un derecho del que nadie debería intentar hacerles prescindir, es, diciéndolo con cuatro palabras, ¡a nuestra propia persona! O, si se prefiere, a lo más personal de cuanto existe en nosotros: a nuestro tiempo, a nuestra dedicación, a nuestro real interés por lo que les ocupa y preocupa, a nuestro consejo no impuesto ni avasallador, a nuestro diálogo, al ejercicio razonado de nuestra autoridad, a la fortaleza que nos lleve a no escurrir el bulto cuando -por obligación inderogable- hemos de hacerles sufrir para provocar su maduración, a nuestra intimidad personal, a que discretamente les manifestemos los propios momentos de exaltación y de derrota, a que los introduzcamos efectivamente en nuestras vidas en lugar de inducirles a adoptar, con nuestro hermetismo descuidado y a veces un tanto vanidoso, una existencia independiente…

Y todo lo que sea "intercambiar" esa entrega comprometida por regalos o concesiones irresponsables que acarician lo menos noble de su yo y los conducen a centrarse en sí mismos y en la satisfacción de sus caprichos, equivale, en el sentido más fuerte y literal de la expresión, a comprar a nuestros hijos y, como consecuencia, a prostituirlos, tratándolos como cosas y no como personas. Lo que, sea dicho de pasada, destruye cualquier ambiente de familia, porque la lógica del "intercambio", del do ut des interesado, es lo más opuesto a la gratuidad del amor que debe imperar en el hogar.



c) Una aplicación concreta: confiar en los hijos

Con otras palabras y ejemplificando todavía en el ámbito de la relación padre-hijos: lo que el cariño hacia ellos exige es que nos pongamos personalmente en juego, en peligro, que estemos dispuestos a sufrir… justo para poder amar y cumplir así nuestro deber de educarlos. ¿Para poder amar? Sí. La cuestión no es sencilla, y requeriría bastante más espacio del que disponemos en este acto. Pero son muchísimas las personas, de características muy diversas, que confirman esta ley fundamental: en la actual condición del ser humano el sufrimiento, el dolor, es un medio imprescindible para purificar nuestro amor. Tenemos un Ejemplo paradigmático en Jesucristo. Y, en el contexto de la presente intervención, muy limitada en el tiempo, nos basta añadir a él las inequívocas palabras de Juan Pablo II: "En la intención divina los sufrimientos están destinados a favorecer el crecimiento del amor y, por esto, a ennoblecer y enriquecer la existencia humana. El sufrimiento nunca es enviado por Dios con la finalidad de aplastar, ni disminuir a la persona humana o impedir su desarrollo. Tiene siempre la finalidad de elevar la calidad de su vida, estimulándola a una generosidad mayor".

De ahí que el proceso educativo, que es siempre fruto del amor, no pueda llevarse a cabo sin una cierta dosis de sufrimiento propio y ajeno; y de ahí que ponerse en juego al desempeñar las funciones paternas consista, pongo por caso, en depositar real y efectivamente nuestra confianza en cada uno de los hijos, apostando con decisión por su deseo y su capacidad de mejora, y estando dispuestos a perder y dolernos con su derrota. Ya que el amor -es una de las pocas verdades que vio claramente Freud- torna vulnerables a quienes aman.

Esclarezco el ejemplo. Todos los que nos dedicamos a ello sabemos bien que sin confianza recíproca cualquier intento de formación resulta vano. Pero lo que a veces se nos escapa es que semejante crédito ha de ser real, sin fisuras, y justamente con ese hijo que nos plantea más problemas y justo en los aspectos en que más deja que desear. Ahí, precisamente, es donde hemos de depositar el vigor de nuestra esperanza, sin fingimientos, confiando con el alma entera en que el chico o la chica, dispuesto a luchar con todas sus fuerzas, podrá al término vencer, con la ayuda de Dios y con nuestro pobre auxilio. Y cuando fracase, porque muchas veces fracasará, nosotros, que nos hemos comprometido personalmente en sus escaramuzas, fracasamos también con él. Y, lejos de pronunciar en tono de conmiseración el triste y un tanto vanidoso "ya te lo había advertido", padecemos en lo más hondo con el descalabro, porque, al habernos identificado con el hijo confiando sinceramente en él, ese pequeño "desastre" es tan suyo como nuestro; y, echando mano de nuestros mayores recursos como personas adultas, nos rehacemos del fracaso y del dolor, rehacemos al muchacho… y volvemos a depositar en él toda nuestra confianza, sincera y eficaz, sin ardides ni triquiñuelas.

Semejante clima es incompatible con la despreocupación "ocupadísima" de quien no encuentra tiempo más que para sus actividades personales, ya sean en el ámbito de la profesión, ya en el de la vida social, las diversiones y entretenimientos, los propios hobbies, etc.; pero sólo dentro de ese clima resulta posible el crecimiento fecundo de quienes tenemos encomendados en nuestra familia. Porque tanto en el interior del matrimonio como en las relaciones con los hijos, lo decisivo es "soportar", en el sentido vigorosamente solidario de servir de apoyo por amor, y no "soportar", en la acepción empobrecida de aguantar sufridamente los defectos, la incompetencia o la falta de madurez del otro.

Es lo que, elevando poderosamente el punto de mira, expone el Beato Josemaría Escrivá: "Si tuviera que dar un consejo a los padres, les daría sobre todo éste: que vuestros hijos vean […] que procuráis vivir de acuerdo con vuestra fe, que Dios no está sólo en vuestros labios, que está en vuestras obras, que os esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y que los queréis de veras".


3. En el núcleo del núcleo

a) Un cambio de actitud personal…


Para dar un nuevo paso adelante, convendrá insistir en algo que he mostrado otras veces: que todos los problemas educativos son siempre, en última instancia, cuestión de (ausencia de) buen amor. Con lo que resulta relativamente claro el modo en que hemos de comportarnos para enderezar las situaciones menos favorables que pudieran surgir en el hogar. Siempre hemos de mirar, antes que nada, hacia nosotros mismos, hacia cada uno, para mejorar nuestra actitud y nuestras disposiciones… y el calibre de nuestro querer: la resolución de cualquier dificultad que afecte a una familia encuentra normalmente su punto de partida y su motor insustituible en un cambio estrictamente personal -¡mío!-, que produzca como consecuencia una elevación en la categoría del amor recíproco.

Por obvias razones de espacio, examinaré el asunto sólo en lo relativo a la vida conyugal, pues de ella depende el adelantamiento de todos y cada uno de los componentes de la familia. Y, con el fin de conseguir un resultado satisfactorio, recordaré: i) que la esencia del matrimonio es el amor; ii) que el momento resolutivo de todo amor es la entrega; y iii) que esta se configura de una manera muy peculiar e intensa entre los esposos, pues cada uno se ofrenda a sí mismo sin condiciones a la persona amada, al tiempo que la acoge también sin reservas. Por tanto, la clave del éxito de la convivencia matrimonial consiste en liberarnos de las ligaduras que nos atan al propio "yo", de modo que se torne viable una entrega cada vez más intensa a nuestro cónyuge y, a la par, en ir desprendiéndose y vaciándose de uno mismo para dar cabida en nuestro interior al ser querido.

Como consecuencia, la auténtica insidia para el perfeccionamiento y la felicidad del matrimonio y de la entera vida familiar la constituyen los presuntos derechos del yo; o, con expresión del Beato Josemaría Escrivá, de cuyo nacimiento hemos celebrado recientemente el centésimo aniversario, el problema es "la soberbia", a la que califica como "el mayor enemigo de vuestro trato conyugal". Ahí, por tanto, debemos incidir siempre que intentemos provocar una reforma en un hogar. Se trata de un punto con frecuencia desatendido, porque en las situaciones de crisis, y en los momentos menos dramáticos de los roces o pequeñas incomprensiones cotidianas, lo instintivo es advertir los déficits de los demás, ignorando o poniendo entre paréntesis los propios.

Por eso, conviene prestar atención a estas tres sensatas advertencias de Borghello:

Primera: "Ante cualquier dificultad en la vida de relación todos deberían saber que existe una única persona sobre la que cabe actuar para hacer que la situación mejore: ellos mismos. Y esto es siempre posible. De ordinario, sin embargo, se pretende que sea el otro cónyuge el que cambie y casi nunca se logra".

Segunda: "Resulta decisivo tener una voluntad radical de entrega de sí al otro. A menudo los cónyuges juzgan y "miden" el amor del otro, el don del otro, perdiendo de esta manera el don de sí incondicionado. El don de sí sólo puede exigirse a uno mismo. El del cónyuge […] no se logrará exigiéndoselo, sino creando un clima de donación": el amor llama al amor.

Tercera: "Es inútil y contraproducente pretender en nuestro interior que el otro o la otra cambien del modo en que yo lo digo y porque yo se lo digo. Cabe favorecer y ayudar la mejora, pero no "pretenderla". Lo que tenga que ocurrir ha de valorarlo el otro o la otra; no es suficiente con amar y tener cariño, es preciso que el otro se sienta amado y estimado. Puede afirmarse sin miedo a errar que muchas familias fracasan porque", movido a menudo por un orgullo semiconsciente, "cada cual está convencido de que es el otro quien debe cambiar o por lo menos el que debe hacerlo en primer término".

El principio, por tanto, no puede estar más claro, y es el propio Borghello quien lo enuncia: "si quieres cambiar a tu cónyuge cambia tú primero en algo". Y explica: "Siempre existe algo en el tono de la voz, en el modo de recriminar, en el de presentar el problema…, en que yo puedo mejorar. Por lo común basta que yo lo haga para que la otra persona también cambie. Si no sucediera así, después de algunos días de mudanza real por mi parte, es conveniente hablar: se reconocen los propios errores pasados, se hace notar que de un tiempo a esta parte ha habido un avance y, a renglón seguido, se pide al cónyuge una pequeña transformación que facilite el amarlo con sus defectos. Una vez hecho esto, si el otro está de acuerdo, lo más importante ya ha sido realizado. Sin duda, sería exagerado pretender que desde ese momento no caiga más en el defecto admitido; basta que luche. Lo importante, con el arte del diálogo, es que cada uno reconozca las propias deficiencias sin necesidad de encarnizarse en las de la pareja. Quien no haya jamás probado a modificar el propio modo de obrar para ayudar a los demás a hacerlo, basta que lo intente y advertirá de inmediato una mejoría perceptible"… y en ocasiones asombrosa.

Se trata de un remedio aplicable no sólo a las situaciones más o menos complicadas, sino a todas aquellas que convierten nuestras casas -con expresión del Beato Josemaría, a quien cito de nuevo porque en el fondo debo cuanto de positivo pudiera haber en esta intervención- en auténticos "hogares luminosos y alegres". La médula de una vida de familia lograda está entretejida por multitud de costumbres gozosas, que -por decirlo de algún modo- se sobreponen y suavizan los momentos de tirantez y los pequeños rifirrafes que nunca pueden estar del todo ausentes del hogar. Entre otras: los detalles, también materiales, que dan intimidad y especial relieve a los días de fiesta (incluso a los que se "inventan" cuando temporadas menos fáciles los reclaman); los regalos de los más pequeños -mínimos, pero fruto esforzado de sus ahorros- a los restantes hermanos, a los padres ¡o a los abuelos!, cuando se celebran sus respectivos santos o cumpleaños; la atención de cada uno al resto durante las comidas, realizadas siempre que se pueda todos juntos, sin la presencia perturbadora de radios o televisiones, y salpicadas en la mayor proporción posible por toques de buen humor, que desaten incluso la risa; la golosina que refuerza, para los de menor edad, la satisfacción de acudir juntos a la Santa Misa en los días de precepto… Esas y otras muchas tradiciones deben mantenerse y reforzarse para elevar progresivamente el tono de nuestros hogares. Y, como sugería, cuando alguna de ellas dé muestras de languidecer, es la propia reacción personal, con un compromiso ¡mío! más alegre y rejuvenecido, la que debe sacarla a flote.

Y con esta última advertencia nos situamos de nuevo en lo que considero el núcleo de los núcleos de toda labor orientadora: hacer ver a quienes se presentan ante nosotros que la clave para superar el 99% de los problemas que surgen en su hogar consiste en empeñarse personalmente -¡cada uno!- en aquilatar la categoría de su propio amor… olvidándose de sí y poniendo en sordina los propios "derechos". Y esto, tanto por lo que atañe al matrimonio como a las relaciones con los hijos y a las de los hermanos entre sí. Luchando por modificar nuestra propia conducta, haciendo más tersa y eficaz nuestra entrega, se enriquecerá antes que nada la vida conyugal y, potenciada por ella, la del conjunto de la familia… y, a la larga, la de la entera Humanidad.



b) … para transformar el mundo

Porque éste es el último punto al que me gustaría aludir en la presente exposición. Hace ya muchos años, casi en los inicios de su pontificado, en 1979, Juan Pablo II asentó este principio esclarecedor e incuestionable: "Cual es la familia, tal es la nación, porque tal es el hombre". Y hace también más de un lustro que me vengo esforzando por mostrar que, en efecto, de lo que cada uno hagamos en el seno del propio hogar depende no ya la buena salud de nuestros respectivos países, sino, en virtud de los profundos cambios acaecidos en los últimos decenios -la famosa globalización-, el bienestar de la Humanidad en su conjunto.

Los trágicos acontecimientos del pasado 11 de septiembre, más allá de los horrores que todos lamentamos, tienen por fuerza que llevar aparejadas algunas consecuencias positivas. Señalo sólo dos, íntimamente relacionadas. Por una parte, muchísima gente de buena voluntad -¡millones de personas!- se han sentido interpeladas en lo más íntimo de su ser y se preguntan qué pueden hacer, cada una, para poner fin a una situación que por desgracia ha mostrado su rostro más sombrío. Por otra, para un buen número de estos individuos y para bastantes otros resulta cada vez más patente que los "recursos institucionales" -política, organismos públicos de alcance nacional o internacional, violencia más o menos controlada…- se van demostrando insuficientes para remediar una debacle que exige, por el contrario, antes que nada, y de modo cada vez más urgente e imperativo, una auténtica conversión de los corazones: de cada uno de todos.

Estimo, por eso, que el momento es muy oportuno para poner en primer plano lo que aquí he denominado el "núcleo" de la orientación familiar: la neta conciencia de que ennoblecer la calidad del propio amor, antes que nada en el interior de cada matrimonio, posee una importancia inigualable y goza a la larga de una eficacia insospechada… para el perfeccionamiento de las relaciones entre todos los hombres. En tal sentido, resultan casi proféticas, y tremendamente operativas, las afirmaciones que el Sumo Pontífice hacía en el último Jubileo de las familias, el 15 de octubre del año pasado: "Al ser humano -expresó en primer lugar- no le bastan relaciones simplemente funcionales. Necesita relaciones interpersonales, llenas de interioridad, gratuidad y espíritu de oblación. Entre estas, es fundamental la que se realiza en la familia: no sólo en las relaciones entre los esposos, sino también entre ellos y sus hijos". Y añadió de inmediato con el vigor y la penetración acostumbrados: "Toda la gran red de las relaciones humanas nace y se regenera continuamente a partir de la relación con la cual un hombre y una mujer se reconocen hechos el uno para el otro, y deciden unir sus existencias en un único proyecto de vida".

Quiero repetir las palabras finales de la cita, porque compendian el mensaje de mi entera intervención. Toda la gran red de relaciones entre los hombres se alimenta y adquiere su tono de la que se establece en el ámbito matrimonial. Todas las relaciones. No sólo las del propio hogar, sino también -aunque no alcancemos a advertirlo sino confusamente, y aunque el proceso que lleve a ello haya por fuerza de ser largo y nunca del todo definitivo- las que componen esa prolongación de la familia constituida por el propio país… y por la entera Humanidad.

Todo ello depende -es la inequívoca afirmación del Sumo Pontífice- del acrisolamiento del amor conyugal: "un hombre y una mujer", como él mismo subraya; de lo que hagan con su cariño cada uno de los esposos. Pero, por desgracia, el matrimonio no goza en nuestro tiempo de la buena salud que sería de desear. Considero por eso que la principal misión de los orientadores, la que las circunstancias actuales les han asignado de manera perentoria y no delegable, consiste en hacer eco a la conocida exhortación de la Familiaris consortio: "Familia, ¡sé lo que eres!"; hacerle eco y traducirla en esta otra más concreta y exigente, dirigida de manera imperiosa a cada cónyuge: ¡sé tú el que eres! y consigue, mediante una purificación de tu amor personal, hacer de tu matrimonio lo que por naturaleza está llamado a ser.

Es la forma más rápida y eficaz, y la más asequible, de contribuir a la felicidad de todos los hombres.

 

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