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Redefinir la familia : Empaparse de amor
Con el verbo amar sucede como aquél que pretende hacer un hoyo. Nunca alcanzará el objetivo si no cava; y cuanto más cava, más profundo es el hoyo


Por: Sunsi Estil-les Farré | Fuente: arvo.net



Con el verbo amar sucede como aquél que pretende hacer un hoyo. Nunca alcanzará el objetivo si no cava; y cuanto más cava, más profundo es el hoyo.

Pretenden hacernos creer que el hombre está solo y, como dice Mafalda, “algún zanahoria nos ha perdido los planos”. Cierto que el hombre está inquieto. Y busca. Pero no está solo. El argumento de su existencia tiene guionista: Dios. Los que colocan y retiran el decorado, la ambientación, la música... es la familia. Y en la familia se descarga, se filtra y se recompone todo aquello que nos daña.


Redefinir la familia

En este artículo no descubro ningún secreto. Todo está dicho y escrito. No obstante, hay un hecho diferencial entre lo que podríamos decir y escribir antes y después de la estancia del Santo Padre en Valencia. El Papa ha redefinido la familia. Redefinir no es modificar los fundamentos; no es reinventar. Es ir arrancando las capas hasta llegar al corazón, a lo que le da sentido. Y de nuevo el telón de fondo es el AMOR.

“Cuando un niño nace, a través de la relación con sus padres empieza a formar parte de una tradición familiar, que tiene raíces aún más antiguas. Con el don de la vida recibe todo un patrimonio de experiencia. A este respecto, los padres tienen el derecho y el deber inalienable de transmitirlo a los hijos: educarlos en el descubrimiento de su identidad, iniciarlos en su vida social, en el ejercicio de su libertad moral y de su capacidad de amar a través de la experiencia de ser amados y, sobre todo, en el encuentro con Dios”.


El Papa insiste: “La familia es el ámbito privilegiado donde cada persona aprende a DAR Y RECIBIR AMOR”

Lección de gramática

Hace un tiempo me prestaron Los siete hábitos de la gente altamente efectiva de Stephen Covey. Transcribo una cita “interesante”. Probablemente los sufridos profesores de lengua sonreirán recordando una pregunta clásica: “Profe: ¿y esto para qué sirve?”. Y respirarán aliviados al comprobar que sus esfuerzos sí sirven; en este caso para algo que se confunde con frecuencia: distinguir la acción del sentimiento; el verbo “amar” del sustantivo “amor”.


- A mi esposa y a mí ya no nos unen los antiguos sentimientos.

Supongo que ya no la amo y que ella no me ama a mí. ¿Qué puedo hacer?

-¿Ya no sienten nada el uno por el otro?- pregunté.

-Así es. Y tenemos tres hijos que realmente nos preocupan. ¿Usted qué sugiere?.

-Ámela.

-No me entiende. El amor ha desaparecido.

-Entonces ámela. Si el sentimiento ha desaparecido, ésa es una buena razón para amarla.

-Pero, ¿cómo amar cuando uno no ama?.

-Amar, querido amigo, es un verbo. El amor –el sentimiento- es el fruto de amar, el verbo. De modo que ámela. Sírvala. Sacrifíquese por ella. Escúchela. Comparta sus sentimientos. Apréciela. Apóyela. ¿Está dispuesto a hacerlo?.

“Amar, querido amigo, es un verbo”. Un verbo que engloba acciones amatorias. Necesita tiempo y se consolida en el tiempo. Su dinamismo radica en “hacer” con otros verbos: aceptar al otro tal como es; escuchar al otro aunque sepamos de antemano lo que nos va a contar porque él es feliz contándolo de nuevo; sorprender al otro con lo que menos se espera... o volver a sorprendernos aunque aquello era de lo más previsible; ceder en asuntos que no tienen importancia y no hacemos notar que ¡otra vez hemos cedido!; empatizar, ponerse en el lugar del otro, ver con los ojos del otro....

Con el verbo amar sucede como aquél que pretende hacer un hoyo. Nunca alcanzará el objetivo si no cava; y cuanto más cava, más profundo es el hoyo. El hoyo es el fruto que se obtiene tras horas de esfuerzo con el pico y la pala. Si no cavas, no hay hoyo. Si no amas, no hay amor. Pero si detectamos que el amor agoniza, volviendo a amar podemos reanimarlo y recuperarlo.

Tiempo para amar


“La experiencia de ser amados por los padres lleva a los hijos a tener conciencia de dignidad de hijos.” (Discurso del Papa en la Vigilia del V EMF)

Estudiosos de la comunicación lo confirman. Cuando nos comunicamos verbalmente, informamos en un 55% con el cuerpo, en un 38% con el tono de nuestra voz y ¡en un 7%!” con el contenido del mensaje. Hay una diferencia abismal entre lo que aprendemos con lo que vemos y con lo que escuchamos.

“La experiencia de ser amados”. Quedar tocados por el amor para ser capaces de amar. Los gestos de aprecio, los brazos que arropan porque aquello no sucederá más o porque ha sido fantástico que haya sucedido, la sonrisa, el tono cálido de nuestra voz... impregnan la atmósfera del hogar y de los miembros que conviven en ese entorno positivo.

La calidad de lo que transmitimos con nuestra presencia amorosa funciona como la niebla. Al principio apenas se percibe, pero al cabo de unas horas penetra en nuestro cuerpo hasta empaparnos. El Amor, el Bien, la Bondad, la Belleza, la Justicia... se aprende por “empape” continuado. Es la suma de las cosas menudas que conforman nuestro hogar lo que cala en nuestros hijos hasta los tuétanos del alma y los prepara para “los desafíos de la sociedad actual”. Una suma que hace indispensable nuestra presencia.

Quizá por ahí habría que tirar del hilo. Pienso en esas agendas tan completas y estrujadas que no cabe nada más. Y llegar a casa es más parecido a un aterrizaje forzoso que ese momento de encuentro con nuestro cónyuge y nuestros hijos. Cierto que lo más importante es la calidad de nuestras relaciones interpersonales. Pero, ¿hay calidad sin tiempo? ¿Pueden nuestros hijos empaparse de nuestro empeño por encontrar unos ratos de intimidad con Dios, para hacerles partícipes de lo que da sentido a nuestra existencia, para observar los detalles de afecto entre sus padres, para detectar el esfuerzo de atender a un amigo que necesita nuestro consuelo, para respirar buenos sentimientos y afectos duraderos ... si apenas nos ven? La pregunta es retórica; sólo cabe una respuesta.

...y espacios de amor

La catedrática Petra María Pérez ha promovido un estudio en el que se concluye que “vamos hacia un modelo de familia individualista. Es una familia donde se comparten cada vez menos espacios comunes. De ahí que tantos adolescentes tengan televisión propia en su cuarto o Internet (...) Estamos perdiendo muchos valores comunitarios, sobre todo en las sociedades urbanas”.

Alejandra Vallejo Nágera explica las consecuencias:

«Los adolescentes tienen ahora muchísimas oportunidades. Este exceso de posibilidades hace que se sientan, en ocasiones, francamente perdidos. También, que pierdan el afán de conquista. Logran sus objetivos tan fácilmente que no valoran el esfuerzo». Y llega el hastío, que ellos compensan a su manera.

«Los jóvenes tienen las cosas tan al alcance de su mano que están en permanente búsqueda de algo que les inquiete; en definitiva, de sensaciones fuertes. Desgraciadamente, las encuentran a través de unos métodos que no son precisamente beneficiosos para su salud mental y física. Esa sensación fuerte de valía propia, fruto de un esfuerzo, se ha difuminado por el exceso de medios que nuestros hijos tienen ahora a su favor».

Nuestro adolescente está físicamente en la habitación de al lado, pero instalado en un mundo ficticio. Y el muro es cada vez más grueso e impenetrable. Nos lo cruzamos por casa y nos invade la sensación de que nos hemos cruzado con un extraño. Si habla, lo hace con monosílabos. Si se nos ocurre preguntar, contesta : “no me ralles”.

¿Cómo podemos llenar este vacío?

Sin duda, retomando lo que la rutina –o la desidia- ha ido restando terreno: la vida de familia. Recuperar el sentido de las zonas comunes, las comidas comunes, los juegos comunes, ¡los ordenadores comunes en lugares comunes! Conversar... discutir.... incluso pelearnos..., pero juntos. Recuperar el sentido del hogar para que la familia sea, como insiste el Santo Padre, “una escuela de humanización del hombre para que crezca hasta hacerse verdaderamente hombre”.

Resulta bastante más cansado; implica ponerse de acuerdo en un programa de televisión, hacer cola para jugar a la consola, debatir si mañana elegimos esta ruta o esta otra para ir de excursión. Pero el calado humano de los hijos suele guardar relación con el tiempo y el esfuerzo que invierten los padres para que los hijos salgan de su caparazón y aprendan a ceder, comprender, compartir.


Nada sin amor

Hasta ahí unas cuantas ideas que pueden ayudar ... o no. Depende. Si falta el amor son piezas sueltas sin manual de instrucciones.

Recuerdo una sesión de Orientación Familiar. Un padre formuló una pregunta. Quería saber cómo debía actuar cuando su hijo se negaba a tomarse la sopa. Vicki –una moderadora con un atractivo acento americano- nos rompió los esquemas con su respuesta: “No exijas nada que no puedas hacerlo con una sonrisa”.

Vicki vino a decirnos que la educación de nuestros hijos, si no se asienta en el cariño, es una mecha que no prende. Sin amor una familia es un cuartel, los esposos simples compañeros de viaje, los hijos masas amorfas que hay que moldear según un programa previsto... Sin amor no educamos; imponemos o los dejamos actuar a su antojo. Cuando no nos empuja el amor no formamos la conciencia; dictamos normas que jamás interiorizarán porque pueden llegar a la cabeza pero no al corazón. Sin amor, los errores no tienen billete de ida y vuelta. Sin amor no hay familia; como mucho, un grupo de individuos que comparten el mismo techo.

Tiempo para amar... ¿Es posible amar si una familia es un hostal donde se come, se duerme y poca cosa más? ¿Hay tiempo para el amor si no hay tiempo para escucharnos, para descubrir las carencias de los que conviven a diario con nosotros, para reírnos a gusto –de nosotros mismos si es necesario-, para llorar... que es muy duro llorar solo? No hay tiempo cuando nos dejamos arrastrar por la vorágine del tiempo auque lo empleemos en causas nobles. ¡Primero es la familia!

Un día anoté esta frase lapidaria: “Subes tanto, amigo, y tan aprisa que sospecho ... que vas muy vacío”. Es una buena reflexión. ¡Qué peligrosa es la prisa! Posiblemente es ella la causa de que muchas familias se hayan convertido en el punto de salida de viajes radiales donde las personas sólo se apean para repostar. Inevitablemente, el ser humano es limitado y está sujeto a las coordenadas del espacio y del tiempo. En la familia esta realidad se traduce en presencia real, afectiva y efectiva, entre los esposos y los hijos.

El Santo Padre nos interpela, quizá para que nos preguntemos cómo andamos de amor. “Ojalá que los hijos contemplen más los momentos de armonía y afecto de los padres, que no los de discordia o distanciamiento, pues el amor entre el padre y la madre ofrece a los hijos una gran seguridad y les enseña la belleza del amor fiel y duradero”.






 







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