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Como en un sueño...
Dos siluetas femeninas se vislumbran al final de una calle en penumbra. Las dos jóvenes intercambian algunas palabras, esperando la llegada de algún cliente.


Por: Marcelino de Andrés | Fuente: es.catholic.net




23 de diciembre. 11.30 de la noche.

Dos siluetas femeninas se vislumbran al final de una calle en penumbra. Mientras los charcos de la acera duermen bajo una leve capa de hielo, las dos jóvenes intercambian algunas palabras bajo la luz mortecina de un farol, esperando la llegada de algún cliente.

-Apuesto a que el siguiente me escoge a mí... -dijo una llevándose el cigarrillo a los labios y frotándose las manos para calentarse.

-Lo que tú digas... Me da igual. No haré nada por impedirlo. Estoy que me muero. Creo que si me vuelvo a desabrochar el abrigo, esta pulmonía acaba conmigo ahora mismo -contestó la otra entre estruendosos tosidos y aspiraciones nasales.

-¿Pulmonía? Algo más que pulmonía, diría yo. Por la cara que traes, no sé si vas a llegar con vida al amanecer... -En ese momento un coche se detenía junto a ellas y tocaba el claxon. -Bueno, nena, es mi turno. Adiós y Feliz Navidad... -añadió con ironía al despedirse, tirando a los pies de la compañera el pitillo con la boquilla embadurnada de carmín. Luego entró en el coche y desapareció en la oscuridad.

La otra chica quedó sola, sentada sobre una silla medio destartalada. Permaneció largo rato inclinada hacia adelante con los codos sobre las rodillas y la cara entre las manos. El mundo entero le daba vueltas y en su mente sólo brillaban como chispazos intermitentes dos palabras: “Feliz Navidad”. De pronto, se desvaneció. Mientras su cuerpo yacía inmóvil, arropado en tenues sombras y en un frío cortante, su mente comenzó a volar y a irse muy lejos como en un vivísimo sueño.

Se encontró de repente en medio de un bosque de venerables olivos, recostada sobre el arrugado troco uno de ellos. Un penetrante y limpio olor a campo la hizo volver en sí. Percibió con asombro que su cuerpo sanaba vertiginosamente y desaparecían sus dolencias como por arte de magia. Estaba aún bostezando como una caverna cuando de repente escuchó tras de sí el ruido seco de la hojarasca que cedía bajo unos pasos que se acercaban. Antes de que pudiera girarse para ver quién era, una voz varonil la envolvió como una agradable brisa:

-Silvia, qué gusto encontrarte aquí. ¿Cómo te sientes?

La joven lo escudriñó de arriba abajo con gesto desconfiado. Aunque el timbre de su voz le había resultado muy familiar, su aspecto le era totalmente desconocido. De ahí su sorpresa al ver que le había llamado por su nombre y con un deje de familiaridad. No sintió, sin embargo, miedo alguno. Al contrario. Todo en él irradiaba un algo que inspiraba en ella un hondo sentimiento de confianza. Tras unos momentos de titubeo, por fin decidió responderle.

-¿Quién eres tú y por qué te interesas por mí? -dijo con tono seco y duro, fingiendo una desconfianza que no sentía.

-Vaya, vaya... veo que eres reacia en mostrar tus verdaderos sentimientos y que no estás acostumbrada a fiarte de los hombres. -Ella se alarmó al verse descubierta en su fingimiento y se sonrojó un poco. Él, sentándose en la hierba frente a ella, continuó. -...Y lo entiendo en cierto modo, pues sé muy bien las circunstancias en las que has conocido a la mayoría de ellos...

Silvia estaba confundida. Tenía delante a un personaje desconocido pero que parecía conocerla perfectamente y hasta era capaz de descifrar sus sentimientos, leyendo en su alma como en un libro abierto. Empezó entonces a darse cuenta de que sería inútil fingir ante él. No le quedaba más opción que la de mostrarse tal como era y decir lo que pensaba y sentía. Eso la incomodaba bastante porque nunca había imaginado tener que tratar de ese modo a alguien. Pareció volver a la tierra al escuchar que su misterioso interlocutor volvía a dirigirle la palabra.

-No te compliques, Silvia -dijo con el mismo tono amable de voz- debes mostrarte y hablar conmigo con la naturalidad con la que hablas contigo misma; y puedes tratarme con total confianza, pues sólo puedo querer tu bien.

-De acuerdo, de acuerdo, lo intentaré -respondió ella tímidamente mirándole por primera vez a los ojos que le parecieron tan limpios y profundos como un manantial sin fondo; -pero ¿cómo puedo estar segura de lo que dices? No sé quién eres, ni por qué sabes tanto de mí, ni cómo eres capaz de saber lo que pienso...

-Bueno, vamos por partes. Sé tanto de ti porque estoy a tu lado desde que comenzaste a existir. Soy capaz de conocer tus pensamientos porque todo lo que ocurre en ti me está presente, soy testigo de ello. Y, por lo tanto, no puedo hacerte mal porque soy...

-¿¡Eres Dios!? -le interrumpió ella con una chispa de confusión e incredulidad en los ojos.

-No, no soy Dios, lo siento -Silvia frunció el ceño aquejando cierta desilusión al oír esa negativa. -Pero trabajo directamente para Él. Soy un ángel. O mejor dicho, soy tu ángel.

-¿¡Mi ángel!? -exclamó con asombro monumental.

-Sí. Tu ángel de la guarda. ¿No sabías acaso que cada hombre tiene asignado el suyo? Mumm... Parece que ya se te ha olvidado lo que aprendiste de pequeña con tanta ilusión en el catecismo... Claro, con razón... -añadió en tono pensativo llevándose la mano a la barbilla -ahora me explico por qué nuestras relaciones hasta el presente no han funcionado como deberían...
Silvia seguía devanándose los sesos buscando qué decirle a su ángel de la guarda, cuando llevaba toda la vida sin prestarle la menor atención. Entre tanto, el ángel, con la vista baja y como si estuviera hablando sólo para sí mismo, seguía diciendo a media voz. -Caramba, por lo visto ya es algo generalizado entre los humanos el que ni siquiera sean conscientes de la continua presencia junto a ellos de su ángel de la guarda. Quizá ni se les pasa por la mente que existimos. Padecen todos una especie de sordina crónica que les impide escucharnos, por más que tratemos de hacernos oír en el interior de sus conciencias. No me extraña que cada vez sean más los ángeles custodios que le piden a Dios les permita hacerse visibles y así poder...

-¿Cómo te llamas? -le interrumpió la joven, que había ya dejado de hacerle caso.

-Que... que cómo me llamo... -respondió el ángel saliendo torpemente de su monólogo. -Pues, verás, mi nombre de pila (como decís vosotros, aunque los ángeles no necesitamos bautizarnos) es bastante raro y difícil de pronunciar para los seres humanos (nosotros no tenemos problemas de pronunciación pues nos comunicamos siempre por telepatía)... así que yo creo que puedes llamarme Windy, a la inglesa, como se estila hoy. Además recoge la idea de mi nombre original que significa viento o brisa...

-Bien, Windy, como tú digas; después de todo, me parece un bonito nombre... Bueno, y ahora por qué no me explicas para qué has venido, dónde nos encontramos y qué estamos haciendo aquí.

-Mira, Silvia, no he venido. Te he dicho que llevo junto a ti desde que Dios te creó. Lo único que he hecho es manifestarme, aparecerme, hacerme visible. Sobre el dónde nos encontramos te lo haré ver más adelante. Y el porqué de todo esto es muy sencillo: porque de no haber sido así, mucho me temo que jamás me hubieras hecho ni caso; y esto para prejuicio sobre todo tuyo, desde luego...

Su actitud y su manera de expresarse hicieron que esas palabras tan claras y directas no le sonasen a Silvia como un reproche o regaño. Cayeron más bien en su ánimo con la suavidad de una caricia.

-Mi tarea es ayudarte -continuó Windy- y estamos aquí precisamente para eso. Por cierto, ¿sabes qué día es hoy?

Ella pensó un instante y exclamó con el rostro iluminado: -¡Es el día de Navidad!- Luego quedó como suspendida en profundos pensamientos y recuerdos...

Una delicada brisa iba y venía jugueteando entre los troncos de los árboles y orquestando, a su paso entre ramas y hojas, el piar alegre con el que los pájaros despedían el día.

La Navidad para Silvia contenía una carga afectiva y emotiva muy especial. Llevaba grabado a fuego en el alma el recuerdo de aquellas Navidades infantiles vividas en un ambiente familiar rebosante de paz, de cariño y de felicidad. Desde hacía ya algunos años soñaba y anhelaba volver a respirar en esa fecha un poco de aquellos aires limpios y maravillosos. Y es que su alma, sumergida y asfixiada ahora entre los humos del mal, se lo pedía a gritos. Siempre que llegaban las fiestas navideñas, volvía a abrirse en su interior una dolorosa llaga. Año con año brotaban en su mente las mismas preguntas que le desgarraban el alma.

-Por qué, por qué mi padre se fue así de casa dejando esposa y tres hijos sin consuelo. Por qué justo entonces se enfermó gravemente mi madre. Por qué yo misma, la mayor, cuando apenas contaba 19 años, opté desesperadamente por vender mi cuerpo y obtener así el dinero que necesitaba con tanto apremio para procurar a mi madre los medicamentos requeridos y a mis hermanos pequeños el sostén diario. Por qué después he seguido dedicándome a lo mismo cuando ya no era de verdad necesario... Por qué persisto en algo que me está arruinado la vida cuando bien podría haber buscado y encontrado otras salidas...

Todo esto volvió a pasar como una nube espesa y negra por la mente y el corazón de Silvia oscureciéndole el semblante que hacía unos segundos irradiaba ilusión. Fue entonces cuando se dio cuenta de que, efectivamente, durante los últimos años había percibido en su interior (sin hacerles caso) los reclamos de una voz (con el timbre idéntico a la de su ángel), que no dejaba de insinuarle que por ese camino se estaba perdiendo.

-Sí, Silvia, era mi voz -intervino entonces Windy, -era yo el que estaba detrás de esas insinuaciones tratando de hacerme eco de lo que Dios quería decirte en lo íntimo de tu conciencia. Pero como bien te has dado cuenta, casi siempre ganaron en ti otras voces, que siempre terminaban asfixiando a la mía...

La tarde había caído robándole lentamente sus colores al paisaje. El silencio lo arropaba todo como un manto de tersa niebla. Todo en el bosque parecía haberse quedado dormido. Todo menos el interior agitado de Silvia que, tras haber escuchado las últimas palabras del ángel, experimentó cómo le recorría el cuerpo y el alma una oleada de pesadumbre y de tristeza que desembocó en una profunda sensación de arrepentimiento y de vergüenza. Le vinieron unas ganas enormes de pedirle perdón a Dios y también a Windy; y hasta estaba dispuesta a lo que fuese con tal de salir de su atolladero y cambiar ya de una vez de vida.

-Ten por cierto que Dios te perdonará y te asistirá siempre-intervino de nuevo el ángel -y yo también. Nunca lo olvides. Dios es el Padre de las misericordias, y está siempre con los brazos abiertos para acoger a toda alma arrepentida. Dios no se cansa de amar a los hombres. No se cansa de amarte a ti. Y no sólo eso, para que veas lo mucho que te sigue queriendo, precisamente hoy te va a conceder algo muy especial. Vas a poder pasar la Navidad en un lugar donde te encontrarás mejor incluso que en casa cuando eras niña. Así que, -en ese instante el ángel se levantó y alargó la mano a Silvia -levántate y ven conmigo. Y sécate esas lágrimas, mujer, que no te van a dejar ver lo que has de contemplar enseguida.

Avanzaron algunas decenas de metros hasta salir del bosque y tomaron una pequeña senda que se abría paso juguetona entre hierbas y matorrales. Era ya cerca de medianoche.

-Windy, ¿has visto esa estrella enorme que está ahí enfrente? Como que está demasiado cerca de la tierra, ¿no te parece?

-Sí. Así es. Y hacia allí nos dirigimos justamente.

Ella pensó espontáneamente en la estrella de Belén pero no quiso comentar nada en voz alta. Sin embargo, alcanzó a ver cómo en el rostro del ángel se esbozaba una sonrisa.

Una sensación de paz iba apoderándose de Silvia a medida que avanzaban. Sus ojos ya estaban secos de lágrimas y su corazón de temores e incertidumbres. Caminaban en silencio. En un determinado momento se alcanzaron a escuchar, entre balidos de ovejas y ladridos de perros, las voces de algunos pastores que debían haberse quedado a pernoctar no muy lejos. Y poco después, las notas de un majestuoso canto polifónico que parecía haber estado condensado en el cielo, se precipitaron con suavidad empapando de armonía todo el ambiente.

A ella le dio un salto el corazón y volvió a pensar de inmediato en Belén. Las coincidencias se le hacían ya demasiado evidentes. Tanto que no aguantó más y se volvió al ángel con gesto ansioso.

-¿Dónde estamos? ¿No estaremos yendo a...? -En el rostro de Windy estalló una sonrisa que a Silvia le pareció de verdad angelical...

-Ahora lo verás. No te impacientes -repuso dulcemente.

El sendero torció a la derecha después de una suave loma. Apareció delante de ellos, a pocos metros, medio incrustado en una pared rocosa, un pequeño establo con la puerta entreabierta. Una luz caliente y tenue salía del interior.

-¿¡Es el portal de Belén!? -exultó Silvia mirando al ángel y sin poder contener su viva emoción.

-Sí, así es. ¿Quieres entrar?

-Por su puesto que quiero... -reflexionó un instante y añadió visiblemente afligida -pero, con estas pintas... (aunque llevaba un abrigo encima, iba -como quien dice- en traje de faena; la faena de muchas de sus tristes noches...).

-No te preocupes lo más mínimo por eso, -la confortó el ángel -ahí dentro nadie repara en el aspecto exterior de los demás. Saben muy bien que lo que cuenta es el alma; y la tuya ya está bastante decente. Recuerda que Dios no puede despreciar un corazón contrito y humilde como el que tú tienes ahora. Además, el niño Jesús, que ahora verás, ha venido a salvar a los pecadores y a curar a los que tienen necesidad de médico. No temas. Vamos, entra...

Apenas entraron al establo, los ojos de Silvia volvieron a llenarse de lágrimas (esta vez de emoción) y su interior de una profunda paz. María le hizo un gesto para que se acercara con confianza. El niño estaba dormido y José había salido hace un rato para traer un poco de leña.

Silvia, secándose las lágrimas con la manga del abrigo, saludó amablemente a María.

-Hola, María. Como ves, estoy muy emocionada... No acabo de creerme que esté aquí, con vosotros, viviendo La Navidad. Antes de entrar sentí mucha vergüenza, porque no sé si sepas quién soy y a qué me he dedicado hasta ahora, pero quiero que sepas que estoy arrepentida y quiero cambiar. ¿Se lo podrías decir a Jesús cuando despierte?

-No hará falta que se lo diga -respondió María sonriéndole con dulzura -él, aunque no lo parezca, ya te ha escuchado y seguro que está muy feliz por el cambio que se ha dado en tu alma.

-Sí, María, sé que ya no soy la misma, sé que algo ha cambiado profundamente en mí -dos grandes lagrimones desbordaron sus ojos. -Pero el mundo sigue siendo el mismo... Me encuentro aquí tan magníficamente, que sólo pensar que he de regresar, me da miedo y me hace sentirme impotente.

-Es normal que tengas miedo -respondió María enjugándole tiernamente una lágrima que no terminaba de bajarle por la mejilla - las circunstancias en las que te toca vivir no son fáciles. Pero no pierdas de vista que nunca estarás sola. Tienes un ángel de la guarda estupendo -en ese momento Windy se sonrojó ligeramente. -Nos tienes a nosotros, a Jesús y a mí. Y nunca faltarán cerca de ti otras personas que te ofrecerán su ayuda. -María hizo una pausa, la miró con una bondad imposible de describir y añadió. -Verás cómo todo será más fácil y llevadero de lo que te imaginas. No te angusties ahora pensando en eso. Mira, te noto bastante cansada, por qué no te acuestas aquí, junto al fuego, y reposas unos momentos. Con un poco de suerte, Jesús no tardará en despertarse para comer; y entonces podrás estar un rato con él.

Ella se acurrucó apoyando la cabeza en un montoncito de pajas y no tardó en quedarse profundamente dormida. Las inquietas llamas de la hoguera reflejaban luces bailarinas sobre su rostro. Toda ella parecía cubierta por un manto de sosiego y tranquilidad.

Despertó de repente con el ruido de una puerta que se cerraba. Se percató sorprendida de que ya no se encontraba en el establo de Belén. Una doctora manipulaba su brazo izquierdo que estaba conectado a una botella de suero.

-¿Dónde estoy? -preguntó con marcado desasosiego.

-En el hospital, ¿dónde si no? -contestó la doctora. -Y menos mal que te trajeron a tiempo, de lo contrario no te hubieras despertado nunca...

-Eso hubiera yo querido -susurró Silvia.

-Pero, ¿qué dices, hija? -inquirió la doctora.

-Nada, nada... ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

-No llega a dos días. Llegaste sin sentido en brazos de un señor sumamente amable y educado. Pagó en la caja una fuerte suma de dinero para pagar los gastos de tu curación e indicó que lo sobrante te fuera entregado. Además dejó este sobre para ti.

La doctora alargó un sobre a Silvia. Ella lo tomó y comenzó a abrirlo con mano temblorosa. Contenía un pliego escrito a mano con una caligrafía fina y elegante. Después de leerlo, con cara de interrogante, volvió a doblarlo y lo metió con cuidado en el bolsillo de su abrigo que estaba en una silla, cerca de la cama, junto con otros vestidos que no eran suyos y se veían nuevos.

La doctora ya se estaba yendo cuando Silvia la detuvo.

-¡Doctora! ¿Cuándo podré salir del hospital?

-Yo creo que mañana mismo. Te has restablecido asombrosamente rápido.

Y así fue. A la mañana siguiente, Silvia, por su propio pie, salió de allí vistiendo una elegante ropa de mujer, con su bolso al hombro y el abrigo en el brazo. Pidió un taxi y una vez dentro, sacó el pliego de aquel señor desconocido y leyó al taxista la primera dirección allí escrita. El coche paró frente a una bonita iglesia. Después de pagar al taxista, bajó del coche y permaneció un momento frente a la fachada. De pronto escuchó en su interior la voz, ahora inconfundible, de su ángel:

-Ánimo, Silvia, recuerda que Dios te perdona y te asistirá siempre.

Ella entró y se arrodilló. Le pesaba el alma y sentía una profunda necesidad de paz. Levantó un momento la mirada, vio a un sacerdote sentado en el confesionario y no lo pensó dos veces... Salió de allí con el alma ligera como el viento. Le parecía haber salido del mismo portal de Belén...

Tomó después otro taxi que le llevó a la segunda dirección escrita en aquel enigmático pliego. Esta vez se trataba de un gran edificio de oficinas. Subió al piso señalado, preguntó por la persona indicada en aquel mismo papel y entró con timidez a un elegante despacho.

-Hola, buenos días, mi nombre es Silvia...

-Ah, sí, pasa Silvia y siéntate -la cortó el buen señor. -Recibimos la solicitud y te tengo buenas noticias. Aquí tienes tu contrato. A partir de ahora podrás trabajar para nuestra compañía.

Los ojos de Silvia se abrieron como platos y no daba crédito a lo que estaba ocurriendo. Hubiera querido preguntar de inmediato quién era el que estaba detrás de todo esto. Pero antes de que pudiera formular su pregunta, el director de la compañía añadió.

-Siento no poder decirle nada acerca de quien solicitó su puesto de trabajo. Exigió que todo quedase en absoluta reserva.

Tras recibir unas breves instrucciones prácticas, Silvia se levantó y se despidió dándole amablemente las gracias.

Esa noche, ya en su pequeño apartamento, antes de acostarse, Silvia volvió a sacar el misterioso pliego. En la última línea estaba escrito: Jn. 8, 11. Tardó un poco en darse cuenta de que trataba de una cita de la Sagrada Escritura. Tomó una vieja Biblia que aún conservaba en su librero y buscó el texto. Decía así:

“Tampoco yo te condeno. Ve y no vuelvas a pecar”.



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