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El paje del rey Melchor
Alí acompaña a su amo, Melchor, en su camino tras la estrella de Oriente.


Por: Marcelino de Andrés |




El sol comenzaba a asomarse tímidamente por el horizonte vistiendo de colores el paisaje. El quejido seco de una puerta que se abría rasgó el silencio del alba. Un hombre de gran tamaño y prominente musculatura apareció desperezándose bajo el pórtico de su casa. Tras respirar profundamente un par de veces, salió y echó a caminar calle abajo hacia las afueras del pueblo. Traía ceñido a la cintura un poderoso puñal de palmo y medio de hoja y llevaba en vilo, con un solo brazo, un bulto de considerables proporciones.

-¡Vaya! Por fin has llegado, Alí... Pensé que te habías quedado dormido...

-No, mi señor. En espera de un día como hoy, apenas si pude conciliar el sueño en toda la noche -respondió Alí dejando caer el pesado saco que traía a los pies de un esbelto camello. -Y apuesto a que tampoco usted durmió gran cosa -añadió.

-A decir verdad, yo tampoco pegué ojo pensando en el bendito viaje... Además, -en ese momento el semblante de Melchor se nubló de tristeza -la despedida en casa, ayer por la tarde, no fue como para irme a descansar tranquilo... -Dio un pequeño suspiro y prosiguió: -Pero, bueno, no es el caso de entretenernos ahora hablando de esto. Hemos de darnos prisa en cargar los camellos para partir lo antes posible. La gente del vecindario no tardará en hacerse viva...

Poco después, las siluetas de ambos hombres, montados sobre dos robustos camellos, se difuminaban a lo lejos adentrándose en el desierto.

Llevaban ya un buen rato en silencio surcando dunas y desafiando los rayos justicieros del sol. Los ojos de Melchor no dejaban de estar húmedos y las lágrimas lo asaltaban aún de vez en cuando. Alí lo observaba preocupado sin atreverse a decirle nada. Se imaginaba lo dolorosa que había sido aquella despedida precisamente por la incomprensión y oposición de los seres queridos de su señor. Intuía la amargura que todo eso estaba causando en su interior.

Pararon a comer al reparo del sol, bajo un pequeño saliente de una pared rocosa. Tampoco en la comida hubo conversación alguna. Ni la hubo después de reemprender la marcha durante largas horas. Comenzaba a oscurecer. Yéndose el sol, el frío entraba en escena. Pronto el firmamento se echó su capa azul bordada de estrellas. Montaron una tienda de loma para pasar la noche y encendieron un pequeño fuego junto al que se calentaban tranquilamente sentados.

-Mi señor, -dijo el paje decidiéndose por fin a romper aquel prolongado silencio -es evidente que no le está siendo fácil ni placentero realizar este viaje. ¿Por qué sigue entonces tan empeñado en hacerlo?

-Mira, Alí, no es nada sencillo explicar lo que me pides. Pero, igual que tú estás haciendo lo mismo que yo porque eres mi paje y me debes servicio y obediencia; también yo he de realizarlo, porque he descubierto que debo rendir servicio y obediencia a Dios que me llama a seguir su estrella -y al decir esto señaló un lucero celeste que destacaba por su tamaño, su luz y su resplandor.

-¡Ah! comprendo -respondió Alí mientras con dos dedos cascaba una nuez con una facilidad asombrosa. -Entonces -prosiguió, -¿lo está haciendo para obedecer a Dios?

-Sí, así es. Los mandatos de Dios hay que cumplirlos como un paje cumple los de su señor. Y hay veces, como esta, que hacer la voluntad de Dios cuesta bastante. -Hubo un breve silencio. Melchor, perdida su mirada en el cielo estrellado, añadió como pensando en voz alta: -Pero ya empiezo a darme cuenta de que lo importante no es fijarse en lo que a uno le cuesta, puesto que eso nunca podrá compararse con la felicidad y satisfacción de estar haciendo lo que a Él le agrada...

Pasaron días y semanas también. El desierto ya había quedado atrás desde hacía tiempo y se habían ido sucediendo otros paisajes de la más diversa índole. Melchor y su paje Alí se encontraban ahora atravesando una zona de abundante vegetación, casi selvática. Llevaban un buen tramo caminando a pié para que descansasen un poco las bestias. Conversaban amenamente aliviados por la sombra y el fresco de aquellos parajes; cuando, de pronto, un fuerte rugido congeló la frase que estaba pronunciando en ese momento Melchor. Se detuvieron. Alí, instintivamente, echo mano del puñal. Melchor se aprestó a sujetar los camellos visiblemente inquietos. Un nuevo rugido, esta vez más cercano, volvió a llenar el bosque dejándolo envuelto en un silencio total. Todo parecía haberse petrificado. Alí avanzó unos pasos mirando ahora a un lado, ahora al otro entre la maleza que delimitaba el sendero. Instantes después, pocos metros más adelante, aparecía frente a él un imponente león.

El rostro de Melchor al verlo se volvió pálido como la leche y los latidos de su corazón casi le hacían daño en el pecho. El félido miraba fijamente a Alí abriendo sus fauces con gesto amenazador y lanzando profundos gruñidos. Alí, con el puñal bien asido, lo observaba a su vez sin pestañear.

Sabía él de sobra que debía tener los cinco sentidos alerta para reaccionar a la acometida de la fiera que podía verificarse en cualquier momento. Años atrás, en una situación semejante, si bien logró encajar certeramente el puñal en el cuerpo del felino, no pudo sin embargo esquivar totalmente uno de sus zarpazos que le dejó malparado el brazo izquierdo. Pero esta vez estaba dispuesto a no cometer el mismo error.

Sostuvieron ambos sus miradas por unos instantes más. El paje hizo ademán de distraerse con otra cosa. Y fue entonces cuando vio cómo la fiera, con ágiles movimientos, se le venía encima. Él permaneció erguido hasta el último instante. El animal saltó y cuando estaba casi encima de Alí, éste se agachó repentinamente con agilidad admirable, al tiempo que le hendía profundo el puñal por debajo a la altura del pecho. El enorme animal cayó desplomado al suelo casi a los pies de Melchor que aún tenía cerrados los ojos por el pánico.

Tras ese emocionante percance, reemprendieron la marcha. Alí se llevó orgulloso, como trofeo, la piel de su abatido agresor. Melchor ya más sereno, no salía de su asombro ante la fuerza y valentía demostradas por su leal paje. Al salir a campo abierto, el sol les regaló su mejor sonrisa y un airecillo juguetón les acariciaba suavemente el rostro. Un par de cuervos surcaron alegres los aires por encima de ellos, retocando la escena con sus inconfundibles graznidos.

Transcurrieron varios días más de viaje sin que ocurriesen acontecimientos extraordinarios. Hasta que una tarde, a media jornada de camino de Jerusalén, cuando estaban desplegando la tienda para acampar, llegaron al mismo lugar donde ellos se encontraban, dos viajeros junto con sus respectivos servidores. Una pareja venía montando dos elegantes caballos pura sangre de color negro azabache. La otra llegó a lomos de dos camellos que parecían ser de la misma marca que los de Melchor y su paje, pero un poco más usados (de segunda o quizá tercera mano...). A juzgar por los atuendos de ambos personajes, debían ser gente importante e ilustre, como el mismo Melchor, o más aún. Y efectivamente lo eran. Uno se llamaba Gaspar, el otro Baltasar; y los dos eran sabios reconocidos y potentes señores en sus respectivas regiones de origen. Curiosamente los tres andaban siguiendo la misma estrella; que, por cierto, llevaba ya varios días sin hacerse viva...

Buena parte de aquella noche la pasaron compartiendo experiencias, conocimientos y aventuras. A la mañana siguiente, prosiguieron juntos el viaje hacia Jerusalén. Una vez en la gran urbe y gracias a su ilustre condición, no les fue difícil ser recibidos nada menos que por el mismísimo Rey Herodes. Le explicaron cómo habían visto en Oriente la estrella del Rey de los Judíos que acababa de nacer y le pidieron información precisa acerca del lugar donde podrían encontrarlo. Por las averiguaciones de los sumos sacerdotes y de los escribas de Jerusalén, todo parecía indicar que debían dirigir sus pasos hacia Belén de Judea. Y así lo hicieron sin pérdida de tiempo.

Para entonces Alí ya había hecho buena amistad con los otros pajes, especialmente con uno de ellos llamado Shamir. Habían hablado largamente cada uno de su vida, de su trabajo y de otras muchas cosas interesantes para ellos. El bueno de Alí no salía de su asombro al saber que Shamir, por lealtad a su señor, había emprendido ese viaje dejado gravemente enferma a su esposa. No lograba entender cómo fue capaz de irse dejándola así y estar ahora aparentemente tan tranquilo. Tenía la intención de preguntárselo personalmente y buscaba una ocasión propicia para hacerlo. Y la ocasión llegó.

Aprovechando un momento en el que estaban a cierta distancia de los demás se acercó y le dijo a media voz: -Shamir, perdona que vuelva sobre el tema, pero me tiene intrigado cómo logras estar aquí, tan lejos de tu esposa enferma, sin manifestar el más mínimo rasgo de amargura o tristeza.

-No hay ningún misterio en ello -respondió con sencillez. -Yo tengo una gran fe en mi señor. Él me ha asegurado que a quien venimos a ver es todopoderoso y no dejará de ocuparse de mi esposa y de mis seres queridos durante mi ausencia. -Como vio que Alí seguía mirándole con expresión atónita, prosiguió: -Esto no quiere decir que no me haya dolido dejarla en ese estado. Sí me duele y mucho, porque la amo de verdad; pero tengo la certeza de que alguien va a recompensar con creces mi sacrificio.

La respuesta de Shamir, lejos de haber menguado el asombro de Alí, lo incrementó más aún. Y seguía dándole vueltas y vueltas al asunto.

-¡Belén a la vista! -Gritó de pronto Gaspar con cara radiante de satisfacción.

-¡Y la estrella de Oriente también! -Exultó casi a la par Baltasar, señalando al cielo y poniéndose de pié sobre los estribos de su deslumbrante rocín.

Una alegría inmensa los invadió a todos. Espolearon con entusiasmo sus cabalgaduras y no tardaron en llegar a Belén y adentrarse por sus callejuelas. Fueron a parar precisamente frente al portal de una casa sobre la que se había detenido la estrella. Junto a la puerta encontraron (no sin cierto asombro) un joven soldado romano que, tras darles amablemente la bienvenida, se metió dentro para anunciar la visita de tan ilustres huéspedes.

Entraron pues los Reyes Magos a la casa seguidos de sus pajes. Vieron al niño con su madre, y postrándose, le adoraron. Luego abrieron sus cofres y le ofrecieron sus dones: oro Melchor, incienso Gaspar y mirra Baltasar. Alí observaba con atención la escena desde atrás. Entonces se dio cuenta de que junto a sí estaba el soldado y le dijo al oído:

-Oye, pero ¿quiénes son esa joven mujer tan espléndida y ese pequeñín?

-¿Has venido desde tan lejos hasta aquí y no sabes quiénes son? -respondió extrañado el militar.

-Bueno, algo me han contado, pero a penas nada. Desde que entré aquí me parece estar en otro mundo. Aquí se respira un aire más puro que el de las más límpidas cumbres de Oriente. Por otra parte, -añadió encogiéndose de hombros y mostrando con las manos todo lo que tenía delante -jamás me imaginé encontrar a alguien tan importante y poderoso -como me han dicho que es ese niño-, en un lugar y en unas circunstancias tan normales y sencillas como estas. Me parece increíble.

-Pues mira, -contestó el soldado -esa preciosa mujer es María y ese niño es su hijo Jesús, que es nada menos que el Rey y Mesías esperado por el pueblo Judío. Y además, -añadió con tono confidencial -si llegas a haber visto el lugar donde nació, te lo creerías aún menos... Nació en un establo, pues no hubo sitio para ellos en la posada.

-En un establo... -repitió Alí pensando en voz baja y con la mirada medio perdida. Luego, como volviendo en sí, miró al soldado de arriba abajo y le preguntó a quemarropa: -Y tú, ¿qué haces aquí con ellos, siendo romano y, además, del ejercito?

-Yo conocí a Jesús y a su madre, María, de pura casualidad, una noche que salí a dar un paseo al descampado. Pero desde entonces, no ha habido un solo día que no venga estar un rato con ellos. Me han cautivado el corazón. Además, creo haberle caído bien al crío, porque cada vez que me ve se pone como unas castañuelas...

Para entonces ya había entrado en la sala la mujer del posadero para avisar discretamente a José que estaban todos invitados a comer en la posada, que quedaba justo enfrente de la casa. Momentos después, a la indicación de José, fueron uno tras otro desalojando la habitación. Cuando ya sólo quedaban dentro María y Jesús, el soldado se volvió a Alí y le dijo:

-Yo que tú aprovechaba ahora para saludar a María y presentarte a su hijo y charlar unos momentos con él. -Y debió poner tal cara Alí al escuchar eso último, que se vio obligado a añadir: -Sí. Aunque te parezca raro, puedes dirigirte al pequeño Jesús sólo con pensarlo y verás cómo te presta atención y te comprende perfectamente.

-Aurelio, -dijo María dirigiéndose al joven soldado e indirectamente también a Alí -¿no tenéis hambre? ¿Por qué no acompañas al paje con el que estás hablando a ocupar su puesto en la mesa?

-Ahora mismo, María -respondió resuelto Aurelio mientras se acercaba con Alí donde estaba ella con Jesús. -Pero antes él tenía intención de saludarte personalmente y decirle algo al niño. -María, con una amable sonrisa accedió a la propuesta.

El robusto paje se inclinó reverencialmente y saludó a María. Luego hincó sus dos rodillas en el suelo para ver más de cerca al pequeño Jesús que yacía en su flamante cuna y se le quedó mirando a los ojos. Entonces, movido por la inexplicable confianza que le inspiraba aquella mirada infantil, le vinieron a la mente estos pensamientos que dirigió al niño:

-Hola, Jesús. No sé por qué, pero me da la impresión de que ya nos conocemos aunque es la primera vez que nos encontramos. La verdad es que yo soy bastante poco expresivo al tratar con la gente, pero contigo me está resultando diverso, quizá porque no tengo que hablar... Lo primero que querría decirte es que tienes una madre guapísima. Yo no conozco a mi madre, porque quedé huérfano desde muy pequeño; pero me han dicho que era muy buena y también hermosa. Me han asegurado que tú eres, o vas a ser, muy poderoso. Yo lo creo a pesar de verte así. Por eso quería pedirte algunas cosas que sin duda podrás hacer si te parece bien. Mira, te pido que vayas cambiando el corazón de los seres queridos de Melchor porque ya ves al pobre cómo le amargaron el ánimo al oponerse a su decisión de venir hasta aquí para verte. Melchor ahora no cabe en sí de felicidad y por eso estoy seguro de que si lo vieran así en su casa cambiarían de actitud. Te pido además que cuides de la esposa de Shamir que está enferma y lo que es peor, sin la compañía de su esposo que ha venido también a verte. Shamir confía mucho en ti y quizá por eso se le ve tan sereno a pesar de que sufre por no poder estar junto a su mujer. Se me ocurre que podrías darle a Melchor un poco de esa misma confianza en ti. Le vendría muy bien...

Se escuchó entonces la voz de José que decía desde la puerta de la posada: -Aurelio, ¿vais a venir a comer o no?

-Ahora vamos -contestó el soldado asomándose por la ventana.

-Bueno, Jesús, -prosiguió Alí -como ves, nos están llamando. Y como tengo hambre y supongo que tú también, ya termino. Si necesitas mi ayuda para cualquier cosa, estoy dispuesto a hacer todo lo que haga falta.

Se estaba ya incorporando cuando su vista tropezó con los cofres ofrecidos a Jesús por los Reyes; se detuvo y, haciendo como si se acordase de algo, añadió con cierta pena en la voz: -Yo no puedo ofrecerte ningún don precioso... pero quizá te guste que te regale la piel de un enorme león que tuve que matar de camino para defender a Melchor... -La cara del niño, al oír aquello, se iluminó y empezó a mover pies y manos en señal de aprobación...

Esa noche los Reyes Magos y sus pajes la pasaron en la posada. Rut y su marido Josafat, el posadero, los trataron (nunca mejor dicho) como reyes...

A la mañana siguiente, muy temprano, habiendo sido avisados en sueños que no volvieran donde Herodes, regresaron a su tierra por otro camino.

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