Paternidad y maternidad
Por: Antoni Carol y Enric Cases | Fuente: catholic.net
Protección de la vida a través de la femineidad
La masculinidad es una variante humana orientada a servir a la femineidad. El varón cuida de la vida naciente siendo apoyo de la mujer, que en el caso de la maternidad se encuentra fuertemente absorbida por engendrar la vida y educar al nuevo hombre. Sin la nueva vida poco sentido tienen tanto la femineidad como la masculinidad. Por eso el cuidado de la vida da sentido a ambas, pero no de la misma manera, como se ve en lo fisiológico, en lo afectivo y en el modo de ver la vida. Plantear masculinidad y femineidad como algo simple y exclusivamente complementario, en cortos fines mutuos, lleva al extraño fenómeno de la pareja cerrada, fuente de egoísmos y de insatisfacciones más o menos soterradas. Hombre y mujer pueden formar una pareja satisfactoria a condición de que sea abierta a la vida, fecunda, generosa, amorosa, cada cual a su modo. Las mentiras y los egoísmos se pagan con frustración, por no reflejar la conexión con el Dios Trino en Personas, que es un continuo acto de generosidad, de donación, de amor extasiante y fecundo.
En fin, varón y mujer no son iguales más que en lo esencial. La diversidad viene dada por la intensidad con que se dan las características que hemos visto, y que remontan hasta la más intensa realización del ser personal del Espíritu Santo en la mujer y del ser personal del Verbo en el varón.
Paternidad y maternidad
Hombre y mujer tienen también una especial relación con Dios Padre. Maternidad y paternidad participan de la paternidad-maternidad de Dios Padre. Juan Pablo II, en la encíclica sobre la misericordia -la que trata más específicamente acerca de la Primera Persona trinitaria- destaca la riqueza de Dios Padre que, por una parte, es fiel a Sí mismo y responsable del propio amor (características -en cierto modo- masculinas) y, al mismo tiempo, tiene rasgos de amor materno, tales como el amor totalmente gratuito (no fruto de un mérito) como necesidad interior: es una exigencia del corazón. Es una variante casi femenina de la fidelidad masculina a Sí mismo, que engendra una escala de sentimientos, entre los que están la bondad y la ternura, la paciencia y la comprensión (cf. DM 4).
De Dios Padre brota el amor fontal: el Padre es el eterno origen del amor; es Aquél que ama con absoluta libertad, desde siempre y para siempre; es el eterno Amante con la gratuidad más pura del amor. El Padre engendra al Hijo con amor "original" y "originante", con la infinita fecundidad del amor verdadero, que sale de Sí mismo para dirigirse al Otro y volver a Sí en la comunión de amor. La generación eterna manifiesta la desbordante generosidad del Primer Amor. Este amor va más allá del Hijo: el Amor que engendra al Amado sigue todavía "procediendo" amor; amar es trascender al otro, no para amarlo menos, sino para amarlo más. Así es como el amor del Padre, fuente del Amado (el Hijo), es también fuente del tercero en el amor, que es el Espíritu (con-dilecto en el amor). El Padre, Amante eterno, es fuente del Espíritu no sólo como amor unificante, sino como amor abierto y acogedor, fuente de todo don de amor. Respecto de lo creado, el amor del Padre se presenta con el mismo carácter de fontalidad pura, de libertad y gratuidad total, de generosidad sobreabundante, nada le obliga a crear. En la perfecta libertad del amor, Él es el Padre de todo y de todos. Su amor fontal es libre y liberador, da gratuitamente43.
Estas consideraciones nos permiten comprender la maternidad y la paternidad humanas como un acto de amor gratuito que se origina en el amor fontal de Dios Padre. Toda paternidad se origina en el amor del Padre eterno, que permite al hombre participar de su Ser personal. Si se plantease la maternidad o la paternidad como realidades para que la mujer o el varón encuentren satisfacción, lo que se produciría sería más bien decepción. Esto es lo que sucede con la dialéctica de los hijos deseados y no deseados, pues se plantea en clave de egoísmo y de autosatisfacción lo que en sí debe ser un acto amoroso, y, por tanto, gratuito, fecundo, generoso, fruto de vida sobreabundante. La importancia de la maternidad y de la paternidad para el nuevo viviente es grande. Nada puede sustituir este claro clima del amor original; sus lagunas son difícilmente superables.
La maternidad es importante siempre en la mujer. Toda mujer tiene que ser maternal. Esto es patente en la familia, pero también debe ser visible en la vida social y eclesial. La manifestación más clara es la de la abnegación, como manifestación de amor gratuito y generoso. No cabe concebir estas virtudes sólo como cualidades cristianas, sino que son actitudes humanas que han sido revaluadas con largueza por la fe y por la gracia de Cristo.
Las crisis de fraternidad son crisis de la maternidad, que típicamente une y reúne a los hermanos. Una manifestación de este aspecto en la vida de la Iglesia es la gran cantidad de obras de misericordia -enfermos, ancianos, marginados- que surgen por iniciativa de mujeres. El rostro de la Iglesia se hace maternal en estos movimientos casi espontáneos y nacidos en el Espíritu Santo.
El buen padre ayuda al hijo a emprender con valentía los caminos de la vida. Aquí también se advierte la necesidad de la paternidad para un crecimiento humano integrado. Las crisis de personalidad en las familias monoparentales manifiestan la necesidad de un padre. La madre -al recibir ayuda afectiva, física y económica del padre- puede dedicarse sin angustias a la tarea educativa, en la que es difícilmente sustituible, si es que alguien puede sustituir a una madre. Pero la sociedad entera necesita este impulso hacia una racionalidad que solvente los grandes problemas humanos: la fuerza de los ideales y de las iniciativas de gran alcance son una necesidad unida a las soluciones particulares.
La paternidad y la maternidad reflejan el ser paternal de Dios que cuida de todos y hace llover sobre buenos y malos (cf. Mt 5, 45), tiene en cuenta hasta los cabellos de la cabeza y valora a cada hombre más que los pajarillos del campo (cf. Mt 6, 26). Cada hombre es valorado por sí mismo, no sólo por sus éxitos. La Providencia paternal y maternal de Dios alcanza a todos y cada uno de los hombres, y uno de los cauces para cuidar del hombre es la paternidad y la maternidad humanas que participan en el Ser personal de Dios Padre.
Esta realidad humana ayuda a entender un hecho cristiano importante como es la virginidad por el reino de los cielos y el celibato apostólico. Estas vocaciones no se oponen a la realidad maternal y paternal de mujer y varón, sino que las elevan. Se trata de vivir una realidad esponsal con Dios y con Cristo, un real matrimonio espiritual que lleva a una maternidad-paternidad hacia los hombres por Dios. Esta vocación tan querida en la Iglesia y que es obra del Espíritu Santo no surge por necesidad de una organización eficiente para tener más tiempo, sino que echa raíces en una motivación muy profunda: se trata de que -en estos casos- la persona llegue a ser esposa mística de Dios con el corazón indiviso -en alma y cuerpo- como el mismo Cristo. La virginidad y el celibato desean vivir la paternidad-maternidad de Dios Padre con una fuerza de entrega gratuita y abnegada, considerando a los demás como hijos en el espíritu (también cuando la vocación es al claustro). Esta realidad esponsal es común a toda alma que es llamada a la unión de identificación con Cristo. Pero a través de la virginidad y del celibato apostólico adquiere el carácter de signo de los tiempos futuros; es un signo escatológico vivo en el mundo.
43 Cf. FORTE, B., La Trinidad como historia, o.c., pp. 91-99. regresar