Pudor y castidad
Por: José Maria Iraburu | Fuente: Infidelidades en la Iglesia

«Es ya público que reina entre vosotros la fornicación» (1Cor 5,1). Esta afirmación del Apóstol conviene hoy a no pocas Iglesias locales. Concretamente, conviene a todas las Iglesias que se han quedado afónicas para predicar con fuerza el Evangelio del pudor y de la castidad. No tienen suficiente convicción de fe en la necesidad de estas virtudes como para atreverse a predicarlas ni siquiera a los mismos cristianos. Parece increíble, pero así es.
La castidad, ya lo sabemos, perteneciendo a la virtud de la templanza, está en el primer escalón de la escala de las virtudes. Pero si los cristianos tropiezan en él, se verán impedidos para subir todos los otros escalones más elevados. Por eso hizo muy bien la Tradición católica al fomentar con especial empeño esta virtud en los cristianos principiantes –es decir, en la inmensa mayoría–, y al inculcarles gran horror hacia los pecados de lujuria, castigándolos gravemente en su disciplina pastoral.
También el pudor, poco conocido en el mundo greco-romano, fue eficazmente enseñado en la Iglesia primera. Las mujeres cristianas se distinguían claramente de las mundanas por su pudor y su castidad. Recordemos que la defensa de estas virtudes fue en ellas una de las causas más frecuentes para sufrir el martirio.
Quiso Dios que el hombre caído por el pecado experimentara vergüenza de su propia desnudez. Quiso Dios que los vestidos fueran para el hombre y la mujer una sustitución parcial del hábito del que estaban revestidos por la gracia primera. Quiso Dios que la desnudez fuera vista como grave pecado tanto en Israel como en la Iglesia. Y por eso, por obra del Espíritu Santo y de sus santos pastores, la desnudez impúdica desapareció prácticamente en la historia del pueblo cristiano. Es a mediados del siglo XX, cuando se acelera la descristianización y la apostasía, y cuando más crece el alejamiento masivo de la Eucaristía, es decir, de Cristo, cuando va apagándose en la Iglesia tanto la predicación de estas virtudes, como su práctica.
Es extremo el impudor que actualmente se ha generalizado entre los cristianos en las modas del vestir, en las costumbres de los novios y de los esposos, en la aceptación generalizada de playas y piscinas, en los entretenimientos usuales de diarios y revistas, de cine y televisión, que llegan a inficionar a veces hasta las mismas casas religiosas y sacerdotales. Mejor está, sin duda, el pudor entre budistas, hinduistas o en el Islam, que entre cristianos.
Ésta es hoy una de las mayores vergüenzas de la Iglesia –nunca antes conocida–, pues en muchas partes rechaza el Evangelio del pudor y de la castidad, como si fueran éstas unas virtudes añejas, ya superadas. Donde así está la Iglesia, parece dar por perdida la batalla contra el impudor y la lujuria, ya que apenas lucha por ellas con la invencible espada de la Palabra divina, que todo lo salva y transforma.
San Pablo en Corinto, ciudad portuaria, de mucho dinero y mucho vicio, presidida en la Acrópolis por el templo de Afrodita, en el que se ejercitaba la prostitución sagrada, combate con toda su alma contra la lujuria y el impudor, que, por lo que dice, eran generales entre los cristianos corintios recién conversos (1Cor 5,1).
El Apóstol, después de acusarles de ello, les advierte severamente que, si perseveran en esos pecados, se verán excluidos del Reino de los cielos (6,9-11). Pero sobre todo les exhorta, positivamente, a participar de la castidad de Cristo, recordándoles que son miembros suyos santos (6,1-518), y templos del Espíritu Santo, que de ningún modo deben ser profanados (6,19-20).
No permitirá el Espíritu Santo que el Evangelio del pudor y de la castidad siga silenciado en tantas Iglesias. Él, por medio de los apóstoles, quiere «presentarnos a Cristo Esposo como una casta virgen» (2Cor 11,2).
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