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Después De Amarte Te Amaré
Ante un mundo de falta de amor, el Autor, abogado, casado y con siete hijos, muestra algunos “secretos y voces”, quiere desenmascarar los fantasmas que difuminan el amor


Por: Javier Vidal-Quadras | Fuente: Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 2004



¿Por qué este título: “Después de Amar, te amaré”? Ante un mundo de falta de amor, el Autor, abogado, casado y con siete hijos, muestra un poco lo que lleva dentro, descubre algunos “secretos y voces” suyos, animado con este pensamiento: “allá donde tú te descubras, se descubrirán tus lectores. No tengas miedo” (p. 18).

Quiere desenmascarar los fantasmas que difuminan el amor: “estabas enamorado, sí, pero... ¿de ella... o de la emoción?, ¿de la persona o del sentimiento? ¿No es verdad que, a veces, te sentías enamorado de estar enamorado?” (p. 19).

Es una falta de madurez estancarse en la etapa de pensar que lo importante es “sentirme” enamorado: es un egoísmo que llevaría a que si ésta persona no me llena ya, “habrá que reemplazarla” (p. 19).

A través de 27 capítulos cortos hay una línea argumental: meterse en la piel del lector para despertar en medio de tantos engaños que adormecen al único amor por el que merece la pena vivir. ¿Cuál es ese amor auténtico?: amar para siempre, y pase lo que pase: “casarse para siempre (¿hay otra forma de casarse? es un exceso de libertad. Por eso hay gente que no se atreve... porque no es libre hasta el extremo de poseerse a sí mismo y a su futuro de modo absoluto, y le da miedo comprometerse a algo que no abarca su libertad” (p. 23).

La entrega es la otra cara de la libertad: “¿Casarse sólo por amor? Uno no se casa sólo porque ama, sino porque quiere amar” (p. 23), es decir, uno no puede fundar un matrimonio con el pensamiento de que el amor es algo que se puede acabar, sino “con la firme voluntad... puede decidir amar siempre y pase lo que pase: muchos lo han hecho a lo largo de la historia. La razón de casarse no es amar, sino querer amar. Amar es una premisa necesaria (o muy conveniente), pero no suficiente. No me caso porque amo, sino para amar... por eso, amar es importante, pero más lo es querer amar. Quien no ha pensado en eso, más vale que no se case, porque, aunque lo piense, no está contrayendo matrimonio... y casarse para no casarse es un contrasentido. Así pues: no me caso porque amo, sino porque amaré” (p. 24).

Esta entrega no puede tener límites, para que sea real: “Ella es para siempre. Y él también. Y ellos, cuando nazcan, también serán para siempre. Así son las personas: para siempre. No caducan. Un día morirán, es cierto..., aunque yo creo que seguirán viviendo, y una mejor vida... las personas son... para toda la vida” (p. 25). Y el amor no depende de las circunstancias, ni siquiera de la correspondencia: “no amo para que me ames: amo porque mi naturaleza es amar, y para que tú también puedas amar, para que mi amor te complete como persona, te desborde y puedas darlo a otros...” (p. 27).

Algunas circunstancias pueden ser muy duras, amar puede llegar a ser difícil, pero eso no es motivo de decir: “la amaré mientras ella...” porque entonces “ya no la amamos a ella, nos amamos a nosotros. Ya no buscamos su felicidad, que es nuestro compromiso en el amor, buscamos la nuestra” (p. 27).

Empeñarse en la propia felicidad es billete seguro a la frustración, “vejez” del alma, aburrimiento... la vida es para amar, y como de rebote nos encontramos felices. Entonces, la cabeza y el corazón se llenan de amor pues uno se llena de aquello a lo que tiende. Y no habrá escapes, grietas: “el agrietado va regalando trozos de intimidad al primero que se acerca... y se va vaciando... y se puede caer en la tentación de ir a llenarse otra vez a esas fuentes nuevas y no a las de siempre” (p. 58). Otro efecto del egoismo es el victimismo: “su vida es... una suma de dolores” (p. 61), todo es motivo de queja que siembra amargura, y provoca rechazo a su alrededor. En cambio, cuando hay amor, hay buen humor, una chispa que inventa siempre formas de contagiarse a los demás.

El amor tiene también sus jerarquías, saber priorizar: “lo más importante, lo absolutamente imprescindible que tienen que hacer los padres para educar a sus hijos es quererse fiel, leal y progresivamente más entre ellos dos” (p. 75), receta con Melendo. Los conflictos no se resuelven echando la culpa al otro: “empezó él/ella”. Sirve la receta de S. Juan de la Cruz: “donde no hay amor, pon amor y sacarás amor”, y la de S. Agustín: “procurad adquirir las virtudes que creéis que faltan en los demás y no veréis sus defectos, porque no los tendréis vosotros” (p. 79). Cuando después de cada tropiezo hay una reconciliación, “uno parece renacer de sus propias cenizas y la relación se refuerza tras el perdón recíproco” (p. 82). En cambio, “cuando estoy convencido de que mi mujer llega tarde para fastidiarme” (p. 96) y tantas valoraciones falsas “cuando todo lo pongo en relación conmigo, la paranoia está a la vuelta de la esquina” (p. 96); es el “ego, ego, ego, ego... / y va balando el borrego”, el “yo” que desquicia, y amar hace feliz, como dice Kierkegaard: “la puerta de la felicidad se abre hacia fuera, hacia los otros” (p. 97).

¿Qué hacer cuando el abundante trabajo fuera de casa llena nuestra agenda? Poner en ella lo más importante, la familia. El binomio de “más trabajo, más dinero” si no se regula no acaba nunca, esclaviza, y ya sabemos sus “efectos colaterales” nefastos... pues “sin libertad no se puede amar” (p. 110). “El que resta tiempo a su cónyuge (a su familia) por razón del dinero es un mercenario. Y si se lo roba por el prestigio, es un pelele. Y si lo hace por temor, un cobarde” (p. 111). Por eso, los hijos no son “estorbo”, y añade el autor: “unos amontonan cosas; nosotros preferimos formar personas. Cuestión de gustos... (aunque) no es cuestión de gustos, sino de amor...” (p. 119)

¿Y cuando densos nubarrones ciegan toda luz, y se ve el matrimonio como un túnel sin salida, cuando amar “duele”?: “Sabes que el único camino es el perdón: el perdón o el vacío. Ascender o despeñarse. La ascensión será dura, muy dura; presientes un terreno áspero, luchando siempre contra tus tendencias, pero la disyuntiva es el abismo” (p. 123); además, entonces no se es objetivo: se distorsiona todo cuando uno está amargado, y hay que pensar en mis errores, que tampoco son pocos... y de ese abismo nace otra vez el perdón: “¡Es posible el perdón! ¡Siempre es posible el perdón!” (p. 124).

En fin, “si uno cuenta con Dios, el compromiso matrimonial es más fácil... se convierte con Él en vocación, es decir, llamada y encuentro, camino de santidad” (p. 127) y este amor no tiene fin: “no hasta la muerte..., después de la muerte y hasta siempre... ¡Parece tan poco una vida para amar”!” (p. 132).

Llucià Pou Sabaté

 







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