El pasado jueves Roma celebró la fiesta del Corpus Christi con las procesiones eucarísticas que atraviesan la ciudad, siendo la más importante de ellas la procesión papal que va desde San Juan de Letrán hasta Santa María la Mayor, esa tarde. En este glorioso día, los cantos llenan el aire y flotan estandartes en las calles, pero estas visiones efímeras pronto se desvanecen. En los Museos Vaticanos, sin embargo, la obra recientemente restaurada “Misa en Bolsena”, de Rafael Sanzio, ha inmortalizado este milagro en piedras de colores.
El Milagro de Bolsena, a menudo considerado el catalizador de la fiesta del Corpus Christi, recuerda un suceso ocurrido en la Umbría, Italia, en 1263. Un sacerdote llamado Pedro, de la ciudad de Praga, tenía muchas dudas sobre la transustanciación de la Hostia durante la Misa, y durante su peregrinación a Roma rezó para que se le resolviesen estas dudas. Mientras decía las palabras de consagración en la Iglesia de Santa Cristina de Bolsena, la Hostia comenzó a gotear sangre en sus manos y en la tela que tenía debajo.
Un año más tarde, el Papa Urbano IV instituyó la fiesta del Corpus Domini con la bula Transiturus de hoc mundo, y encargó a Tomás de Aquino escribir la liturgia de la fiesta. El Doctor Angélico escribió, así, dos de sus mejores himnos, Pange Lingua y Tantum Ergo.
El corporal de Bolsena se conserva todavía en la catedral de Orvieto, construida específicamente para albergar esta preciosa reliquia.
Rafael hizo su propia contribución inmortalizando este milagro cuando pintó en 1512, El Milagro de Bolsena en los apartamentos del Papa Julio II. La pintura, restaurada esta primavera trae el milagro de la vida en colores vívidos.
El sacerdote se arrodilla ante el altar, mirando la Eucaristía, que tiene una cruz hecha con sangre en la Hostia y en el corporal. Sus labios demuestran sorpresa pero la figura mantiene la dignidad que se espera de un celebrante. Las reacciones dramáticas se reservan para la multitud reunida detrás, quienes levantan la cabeza para contemplar el milagro, o se giran para contárselo a quien tiene al lado. El altar está enmarcado por arquitectura monumental absorbida por Rafael a través de su pariente, el arquitecto papal, Donato Bramante. Robustas columnas dóricas alcanzan el cielo y la parte superior dela pintura está abierta a un cielo atravesado por la luz.
Al otro lado de Pedro de Praga hay un dato anacrónico, el Papa Julio II se arrodilla con la cabeza descubierta, y cuatro de sus cardenales y un pequeño contingente de Guardia Suiza.
Dos elementos se destacan en el trabajo. El primero es la solemnidad del clero en la oración. Comparada con otros trabajos de la sala – la fuga dramática de Pedro de la prisión de Herodes, la persecución y captura de Heliodoro y la Expulsión de Atila el huno – el ojo encuentra descanso cuando centra su atención en la contemplación del milagro.
El otro, revelado con la restauración, es el color. Rafael había estado en contacto con los pintores venecianos en ese periodo y el nuevo uso del color destaca en medio del dramático claroscuro de la Liberación de San Pedro y el brillantes colores metálicos de la Expulsión de Heliodoro. Los colores de Rafael parecen tangibles -rico y pesado carmesí que parece ondular a través de la luneta. El rojo de la sangre se combina con el blanco crujiente del lino o la seda.
Las cualidades sensoriales de la superficie de la obra ponen de relieve la realidad de la escena: la sangre que gotea de las manos del sacerdote, el paño empapado con la sangre de Cristo, nos hacen presente la realidad de la Presencia en la Eucaristía, uno de los principales temas de los siglos XIII y XIV.
Santo Tomás con la poesía, Roma en procesión, y Rafael con su obra, todos nos recuerdan el mismo tema que el Beato Juan Pablo II destacó en 2004: La Iglesia Católica es la Iglesia de la Eucaristía.