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Ad Altiora Nati Sumus
Catequistas y Evangelizadores /Misioneros

Por: P. Eugenio Martín Elío, LC | Fuente: Catholic.net

¿Para qué creer en Dios? ¿No es una pérdida de tiempo dedicarse a la oración? ¿Realmente existe Dios o sólo es una proyección de nuestra mente? Es casi inevitable que éstas u otras preguntas similares nos asalten más de una vez en nuestra vida. Y creo que es bastante normal y sano que suceda así. Si el concepto que nos hacemos de algo tan burdo y material como una mesa, va evolucionando y adaptándose a lo que nuestra experiencia nos muestra como diferentes formas de presentación de un mueble, ¡cómo pretender que la idea que nos hacemos del ser espiritual más sublime sea inmutable y pacífica! “Si comprehendis, non est Deus” decía San Anselmo. Si yo anunciara que he encontrado la fórmula hipotética capaz de abarcar el infinito, me mirarían cuando menos como un iluso. Necesitamos hacernos una idea de Dios que nos permita entrar en una relación personal con Él. No importa si luego esa idea va cambiando y sufriendo alguna crisis. Que tengamos dudas no es un pecado; lo malo es dejar de buscar respuestas, excusar nuestra falta de fe en los defectos de los creyentes y olvidarnos de Dios.

Recientemente fue el domingo del DOMUND. Un domingo en el que la Iglesia nos invita a reflexionar que en el mundo somos casi 7.000 millones de personas y sólo 1.200 millones conocen a Cristo. Tú eres uno de esos afortunados. No por méritos propios, sino porque es parte de la herencia que has recibido de tu familia. Nuestra fe es una, santa, católica y apostólica. Apostólica porque se remonta al testimonio de los apóstoles. De aquellos que conocieron y convivieron con Jesús, y nos han transmitido el evangelio. Es una cadena ininterrumpida que ha llegado hasta ti. Una antorcha que quienes nos han precedido han mantenido encendida mientras recorrieron el tramo de su peregrinaje en este mundo. Ojalá tú también la lleves con orgullo, la mantengas encendida y la transmitas a tus conocidos, y si Dios te lo concede, la compartas con tus hijos y conocidos.

Estamos acostumbrados a una mentalidad muy utilitarista, en la que ya no cabe una actitud contemplativa, agradecida y celebrativa. Precisamente ahí radica la grandeza de la oración. Sucede algo parecido con el arte o en el amor. Pensemos en una flor de Edelweiss o en la poesía “En paz” de Amado Nervo... Más que preguntarnos para qué sirven, sólo empezaremos a valorarlas cuando nos demos cuenta de que son una expresión de la gratuidad, de la sobreabundacia, de la belleza. No creo que sea necesario ser un experto en literatura o en jardinería para apreciarlo. La oración es necesaria para mantener tu fe encendida, pero su finalidad va mucho más allá.

Para poder crear es necesario antes hacer silencio; acoger el don y gestarlo con paciencia. Para que se haga posible el milagro de una vida nueva es necesario que la madre haga un espacio dentro de ella para que el otro crezca y se desarrolle. Un corazón materialista no tiene espacio ni necesita a Dios. Es más, ni lo desea. Podría incluso percibirlo como un intruso que viene a trastocar su comodidad y sus propios apetitos. Como en el embotamiento de Pantagruel, satisfecho de sí mismo y concentrado en su propio ombligo.

Así como la comida es indispensable para el cuerpo, la oración lo es para el alma. En realidad, la meditación es más necesaria para el espíritu que el mismo alimento. Porque si bien es cierto que no nos vamos a morir si dejamos de rezar, el vacío existencial que produce, puede convertirse en anorexia espiritual. El hambre con frecuencia es necesaria para mantener el cuerpo saludable; pero no sucede del mismo modo con el alma. Por eso el grande san Agustín decía: “Cuida de tu cuerpo como si fueras a vivir por siempre. Cuida de tu alma como si fueras a morir mañana”.

Y Jesucristo responde a la tentación del Maligno en el desierto: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Lc 4, 4). Cuando el hombre reduce su existencia a saciar su hambre, a vivir sólo para lo material, termina destruyendo su vida. La historia de la humanidad está regada de la sangre de los millones de muertos que han causado las utopías que ofrecían la salvación al hombre sólo por el pan. El comunismo, el nazismo, el fascismo, y todas las ideologías totalitarias están basadas en el amor idolátrico al dinero, sucedáneo del pan. Jesucristo, en cambio, nos enseñó a orar pidiendo el pan cotidiano, el pan de cada día, como el maná en el desierto. Un pan que no solo alimenta el cuerpo, sino que es verdadero pan del cielo.

La fe es la llave de la salvación. En la oración se activa el dinamismo de acogida de un Dios que se nos comunica a través de su Hijo. El cristiano es una persona que se ha dejado conquistar por el amor de Cristo y movido por este amor, está abierto de modo profundo y concreto al amor al prójimo. Esta fe cristiana es un buen antídoto contra la depresión, la desconexión y el hastío. No es un fármaco más, pero es una ayuda importante. La fe nace del amor, y por lo mismo, genera confianza. Infunde la convicción de que el hombre es siempre amado por Dios: y de que el mundo no es hostil, pues ha salido de sus manos. La convicción de que el otro no es un enemigo ni mi infierno, sino mi hermano.

Es un hecho empírico que verificamos en muchas personas que tienen fe: la alegría ante la enfermedad, la caridad en la pobreza, la paz en la tribulación y la esperanza aun en medio del sufrimiento. Más allá del tedio de la vida se alzará, frente a la desesperanza, la serena certeza de que Dios nos ama y jamás nos abandona. Decía Gandhi: “La existencia de Dios no puede ni necesita demostrarse: Dios es. Si no lo sentimos, será mucho peor para nosotros. La ausencia del sentimiento es una enfermedad que algún día arrojaremos lejos de nosotros, nolens volens".