.
Polonia, modelo político-social para la Europa del siglo XXI
Iglesia, Sociedad y Política /Muy interesante

Por: Sergio Fernández Riquelme | Fuente: ForumLibertas

En las últimas elecciones saltó la sorpresa: la mayoría de los polacos votaron en pro de los valores tradicionales y se elegía a representantes políticos que defendían la Familia.

Saltó la sorpresa. El 24 de mayo de 2015 Andrzej Duda, candidato casi desconocido del partido conservador Ley y Justicia (Prawo i Sprawiedliwość, PiS), ganaba las elecciones presidenciales, frente al vigente jefe de Estado, y favorito meses antes en las encuestas, Bronisław Komorowski. Un país en crecimiento constante desde hace una década, de las pocas naciones europeas que habían eludido parcialmente la crisis, con tasas de desempleo mínimas y aliado estratégico de su vecino alemán, cambiaba de rumbo sin explicación aparente. La presidencia polaca, tradicionalmente un cargo protocolario, pasaba a manos de un nuevo líder que representaba los valores sociales y cristianos de la formación liderada por el denostado, por la Europa socialista-liberal, ex primer ministro Jarosław Aleksander Kaczyński, hermano gemelo del fallecido presidente Lech Kaczyński. Y las medidas iniciales de Duda fueron rechazar la Ley de identidad de género aprobada por el Parlamento y la defensa pública de la identidad nacional de Polonia.

Meses después el cambio se completaba. El 25 de octubre, Ley y Justicia encabezada esta vez por Beata Szydło (antigua alcaldesa de Gmina Brzeszcze), vencía por mayoría absoluta en las elecciones parlamentarias, por primera vez en la historia reciente del país (en número de escaños), ante el descalabro directo del liberalismo gobernante (Platforma Obywatelska, PO) y la práctica desaparición de la izquierda (presentada en coalición como Zjednoczona Lewica, ZL). Junto con otras opciones políticas como las de Paweł Kukiz y Janusz Korwin-Mikke, los movimientos socialconservadores obtuvieron una abrumadora primacía política, especialmente entre los votantes más jóvenes.

Pero esta aparente sorpresa tenía una explicación. Polonia votaba valores, y en primer lugar la Justicia social. La nación polaca era considerada como el alumno ejemplar de la Unión europea: un país ex comunista que había asumido, plena y rápidamente, el modelo comunitario en lo político (democrático-liberal) y en lo económico (capitalista-liberal). Hacer bien los deberes tuvo su premio, y la estabilidad gubernamental (en manos del PO) fue galardonada con el nombramiento del ex primer ministro Donald Tusk como presidente del Consejo Europeo; mientras, los datos de crecimiento económico atestiguaban, cuantitativamente, la inevitabilidad del camino emprendido, en especial del PIB, que llegó a más de 400.000 millones (2014). Ahora bien, este crecimiento no bastaba, y así lo demostraron los electores; las políticas neoliberales mejoraban el cuadro macroeconómico pero el desarrollo no llegaba a las clases más humildes: el salario medio apenas superaba los 800 euros al mes (una cuarta parte del alemán o del sueco, la mitad que en España, y por debajo de vecinos como Eslovaquia, Eslovenia, e incluso Grecia), el riesgo de pobreza alcanzaba al 21% de la población, crecía de manera imparable la desigualdad socioeconómica (en salarios, inversiones y oportunidades) entre campo y ciudad, entre este y oeste y entre clases sociales, y se aceleraba la emigración de trabajadores polacos hacia el exterior (más de 2 millones de ciudadanos desde 2006). Asimismo, estas políticas de desarrollo socialista-liberal ponían en cuestión las mismas bases de la estabilidad nacional al no fomentar la Familia como célula social básica (como en gran parte de Europa occidental y central), con un descenso acusado en la natalidad, cuya una tasa se reducía a solo el 9,9% en 2014 (con un índice de fecundidad del 1,29), con el consecuente inicio de pérdida de población desde 2012.

En segundo lugar la mayoría de los polacos votaron en pro de los Valores tradicionales. Se elegía a representantes políticos que defendían la Familia, tal como se reflejaba en Constitución de la República de Polonia (1997); en su artículo 18 proclamaba que “el matrimonio, al ser una unión de un hombre y una mujer, así como la familia, la maternidad y la paternidad, se colocarán bajo la protección y el cuidado de la República de Polonia”. Y a representantes que protegiesen la vida, como se aprobó en la Ley de 7 de enero de 1993 acerca de la planificación de la familia, la protección humana del feto y las condiciones de admisibilidad de la interrupción del embarazo; texto donde se prohibía el aborto en el país (tras décadas de legalización bajo el régimen comunista), excepto en tres circunstancias perfectamente tasadas (no punibles): cuando la vida de la mujer o su salud estuviera en peligro por la continuación del embarazo (bajo análisis médico riguroso), cuando el embarazo era resultado de un acto criminal (denunciado por el fiscal), o cuando el estado del feto fuera incompatible con la vida.

Y en tercer lugar Polonia, como otras naciones de Europa del Este (Eslovaquia, Letonia, Macedonia, Rumania o Serbia, y especialmente la Hungría de Viktor Orbán), apostaba en pleno siglo XXI por la reivindicación de su Identidad nacional. En tiempos de globalización, con la imposición de las ideas progresistas del llamado “consenso socialdemócrata-liberal” occidental, y con nuevos y enormes flujos migratorios africanos-asiáticos de impacto aún por determinar (de la emigración económica a la crisis de refugiados de la guerra siria), los polacos llegaban a las urnas en defensa de aquello que les hacía diferentes y auténticos. Volvían a la palestra las lecciones del sindicato cristiano “Solidaridad” (Solidarność), que encabezado por el legendario Lech Walesa contribuyó decisivamente en la caída del comunismo; las enseñanzas del “Papa polaco” San Juan Pablo II (Karol Józef Wojtyła) sobre la “dignidad del ser humano” ante un Estado omnipotente y un Mercado omnisciente; y la presencia de la misma cruz, cuando en 2013 un tribunal de Varsovia dictaminó, frente a la denuncia del Movimiento Palikot, que la cruz situada en la entrada del Parlamento (Sejm) debía permanecer en su sitio al no violar la libertad de credo y representar la identidad mayoritaria del pueblo.

Una patria de nuevo orgullosa de su independencia histórica, representada en el majestuoso castillo (y palacio real) de Wawel en Cracovia, donde en sus iconos, sus tapices, sus cuadros y en sus tumbas se recogían algunos de los grandes hitos del país: el bautismo de Mieszko I, primer rey documentado fehacientemente; la moderna obra política y legislativa de Kazimierz II el Grande; la batalla de Grunwald o Žalgiris, donde el Reino lituano-polaco de Ladislao II Jagiełło derrotó a los caballeros de la Orden teutónica; la intervención de Jan III Sobieski en la defensa de Viena ante el imparable avance otomano por Europa; la promulgación de una de las primeras constituciones modernas europeas, la Carta magna del Reino polaco-lituano de 1793 (mancomunidad) bajo el reinado de Stanislaw August Poniatowski; la lucha por la independencia, frente a las particiones de alemanes y rusos, del popular militar nacionalista Andrzej Kościuszko; la construcción de la renacida identidad cultural polaca, en pleno romanticismo, por el afamado poeta Adam Mickiewicz o el conocido compositor musical Frédéric Chopin; o los intentos del Mariscal Józef Piłsudski, el llamado “salvador de Polonia”, de evitar la trágica realidad sufrida por el país en el siglo XX, como nación mártir entre los totalitarismos que quisieron reducirla a la nada.