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Pablo VI en Tierra Santa; el inicio de los viajes papales hace 50 años
Conoce el Vaticano /De León XIII a Juan Pablo I

Por: Andrea Tornielli | Fuente: vaticaninsider.lastampa.it

Fue el primero de los nueve viajes al extranjero de Pablo VI (desde 1812, cuando Pío VII fue llevado por Napoleón al exilio forzado de Fontainebleau, ninguno de los Pontífices había salido de Italia). Papa Montini, en enero de 1964, con el Concilio abierto, hizo un breve pero intenso peregrinaje de tres días a la Tierra Santa, en donde visitó 11 localidades de dos países diferentes. En mayo de 2014, para conmemorar el 50 aniversario de aquella visita, Papa Francisco visitará la Tierra Santa y abrazará al Patriarca de Constantinopla, Bartolomeo I.

Al concluir los trabajos de la segunda sesión del Vaticano II, el 4 de diciembre de 1963, Papa Montini anunció sorpresivamente a los padres conciliares: «Estamos convencidos de que para obtener un buen resultado del Concilio debemos elevar pías súplicas, multiplicar las obras, que, después de maduras reflexiones y muchas oraciones dirigidas a Dios, hemos deliberado dirigirnos como peregrinos a aquella tierra, patria del Señor nuestro Jesucristo... con la intención de reevocar personalmente los principales misterios de nuestra salvación, es decir la encarnación y la redención».

«Veremos aquella tierra veneranda», añadió Pablo VI, «de donde San Pedro partió y a la que ninguno de sus sucesores volvió nunca. Pero nosotros, muy humildemente y por un tiempo muy breve, volveremos allí en espíritu de devota oración, de renovación espiritual, para ofrecer a Cristo su Iglesia; para llamar a ella, una y santa, a los Hermanos separados; para implorar la divina misericordia en favor de la paz».

La idea de visitar la tierra de Jesús se encuentra en un apunte manuscrito del Pontífice, que lleva la fecha del 21 de septiembre de 1963. «Después de una larga reflexión, y después de haber invocado la luz divina... parece que se debe estudiar positivamente como posible una visita del Papa a los Lugares Santos en Palestina... Que este peregrinaje sea rapidísimo, que tenga un carácter de simplicidad, de piedad, de penitencia y de caridad». Es el único de los viajes de Pablo VI que no nació de una circunstancia particular o de una celebración ni de una invitación.

Para preparar la visita, el Papa invitó a la Tierra Santa, en secreto, a monseñor Jaques Martin, prelado francés de la Secretaría de Estado, y su secretario particular, don Pasquale Macchi. Pablo VI habría querido que el peregrinaje incluyera una etapa en Damasco, siguiendo las huellas del apóstol de los gentiles, cuyo nombre eligió, pero el proyecto se reveló imposible. Antes de la salida, Montini quiso que el padre Giulio Bevilacqua predicara un retiro espiritual para todos los que participarían en el peregrinaje. La Custodia Franciscana en la Tierra Santa recibió la tarea de organizar las diferentes celebraciones religiosas y de crear una oficina de información para ayudar a los miles de periodistas que siguieron el evento.




El 4 de enero de 1964, el rey Hussein de Jordania recibió al Papa a su llegada a Amán. Hacía frío y el vuelo había durado más de lo previsto. La ceremonia de bienvenida duró pocos minutos. El rey, con uniforme militar, estaba conmovido y agradeció por el honor de la visita. Papa Montini dijo: «Quien quiera amar la vida y ver días alegres, evite el mal y haga el bien, busque la paz y la siga». Después emprendió el viaje de 100 kilómetros hacia Jerusalén. El rey, a bordo de una pequeña aeronave, seguía el recorrido desde el cielo.

La gente espera al Papa en las calles y el coche del Pontífice recibe las caricias de muchísimas manos que se alargan para tocarlo. A las 15.20 de la tarde el auto llega a orillas del río Jordán, en donde el peregrino de Roma entona el “Pater Noster” y bendice a la pequeña multitud que se reunió a su alrededor. Antes de llegar a Jerusalén, una etapa en Betania, en la pequeña localidad que se encuentra en el monte de los olivos. Pablo VI, en compañía de los franciscanos de la Custodia, visita los restos de la casa de Lázaro, se detiene a rezar en la pequeña Iglesia de piedra amarilla y al salir libera una paloma.




Termina el viaje por el desierto. Papa Montini distingue los poderosos muros que rodean la ciudad santa. El coche con banderitas vaticanas es recibido por una multitud dividida en dos hileras; se acerca a Jerusalén y está atardeciendo. Papa Montini es rodeado por la gente. No sirven para nada lo esfuerzos de los guardias que se ocupan de garantizar la seguridad del huésped.




Las imágenes muestran al Pontífice de Brescia rodeado por los soldados jordanos, la multitud los lleva por los callejones de la Ciudad Santa. Pálido, pero sonriente, Pablo VI logra llegar ileso a la meta, el Santo Sepulcro, en donde celebraría la misa. Esa misma tarde, el padre Bevilacqua, amigo del Papa, reveló a un grupo de periodistas que hacía muchos años el Papa le había contado una ilusión: «Sueño un Papa que viva libre de la pompa de la corte y de las prisiones protocolarias. Finalmente solo, en medio de sus diáconos». Y por ello, concluyó Bebilacqua, «estoy convencido de que hoy, a pesar de haber sido arrollado por la multitud, él está más contento de cuando desciende en San Pedro sobre la silla gestatoria entre las alabardas de los guardias y las púrpuras de los cardenales». El secretario del Papa, don Macchi, fue violentamente alejado del grupo y logró reunirse con él en el Santo Sepulcro gracias a un pasaje en motocicleta.

Finalmente, después de haber recorrido el último trayecto, el Papa se encuentra frente a la Basílica en la que está la tumba de Jesús. La Iglesia está iluminada por potentes reflectores y el Pontífice casi no tiene espacio para celebrar la misa. Durante la celebración se va la luz y sobre la Basílica cae el claroscuro que producen algunas cuantas velas. Acompañado por dos ceremonieros, Pablo VI entra al Sepulcro, deja un ramo de olivo sobre el mármol que cubre la piedra en la que estuvo el cuerpo sin vida de Cristo. El Papa se arrodilla. Al final, conmovido, recita su oración personal:

«Henos aquí, oh Señor Jesús:

hemos venido como los culpables vuelven al lugar de su delito,

hemos venido como aquel que Te ha seguido, pero que también Te ha traicionado; fieles, infieles, lo hemos sido muchas veces;

hemos venido para confesar la misteriosa relación entre nuestros pecados y Tu Pasión: nuestras obra, Tu obra;

hemos venido para golpearnos el pecho, para pedirte perdón, para implorar tu misericordia; porque sabemos que Tú puedes, Tú quieres perdonarnos.

Porque Tú has expiado con nosotros. Tú eres nuestra redención,
Tú eres nuestra esperanza».




La celebración frente al ingreso al Santo Sepulcro fue para Montini el momento más emocionante y conmovedor del día, como revelaría a los cardenales que lo recibieron a su regreso a Roma.

Después de la misa, el Papa recibió en la delegación apostólica de Jerusalén las visitas del patriarca greco-ortodoxo Benedictos y del patriarca armenio Yeghische Derderian. Poco más tarde, Pablo VI visita a Benedictos y se reúne con la comunidad católica de rito oriental en la Iglesia de Santa Anta, y concluye su jornada en el Getsemaní participando en la oración de la Hora Santa en la Iglesia dedicada a la agonía de Jesús. También allí el Papa es recibido por una gran multitud que lo rodea y casi le niega el acceso al templo. Son las once y media de la noche de una jornada extraordinaria, que había comenzado, para Montini, antes del alba.

El domingo 5 de mayo por la mañana, a las 9, el Papa entra al estado de Israel. Lo reciben el presidente Salman Shazar y el líder de los rabinos Nissim. El encuentro se lleva a cabo en la colina de Meghiddo, un lugar lleno de historia y de significado que aparece mencionado en el libro del Apocalipsis. el Papa saluda, repitiendo la palabra “Shalom”. El presidente, por su parte, dice: «Con profundo respeto y con plena consciencia del alcance histórico de un evento sin precedentes en las generaciones pasadas, a nombre mío y del Estado de Israel acojo al Sumo Pontífice…». Pablo VI, que en su discurso no pronuncia nunca las palabras “Estado de Israel”, responde: «Nos incluimos con mucho gusto a los hijos del «pueblo de la Alianza» cuyo papel en la historia religiosa de la humanidad no podemos olvidar».

Después, el Papa retoma su camino hacia Galilea, dirección Nazaret. Celebra la misa en la pequeña gruta en la que se encuentran los restos de la casa de María y pronuncia una reinterpretación moderna de las bienaventuranzas evangélicas: «Bienaventurados nosotros si, pobres de espíritu, sabemos librarnos de la confianza en los bienes económicos y poner nuestros deseos primeros en los bienes espirituales y religiosos, y si respetamos y amamos a los pobres como hermanos e imágenes vivientes de Cristo. Bienaventurados nosotros si, educados en la mansedumbre de los fuertes, sabemos renunciar al triste poder del odio y de la venganza y conocemos la sabiduría de preferir al temor de las armas la generosidad del perdón, la alianza de la libertad y del trabajo, la conquista de la verdad y de la paz».




La peregrinación prosigue. Es un espléndido mediodía cuando Pablo VI, sonriente, sube la escalera tallada en la roca en Tabga para llegar a la orilla del “mar de Galilea”, el lago de Tiberíades en cuyas aguas navegaba la barca de Pedro. En el horizonte se ven las colinas de Siria. El Papa se detiene a rezar arrodillado en la roca que surge en el lugar en el que, según la tradición, Jesús confió el primado a Simón Pedro. Después Montini visita el sitio arqueológico de Cafarnaum en el que se encuentran las ruinas de la aldea en la que vivían Pedro y su hermano Andrés, y en donde surgía la sinagoga en la que habló Jesús.

La etapa sucesiva del viaje es el Monte de las Bienaventuranzas. Pablo VI comunica el nombramiento episcopal de monseñor Giovanni Kaldany, vicario general del Patriarcado latino, y de monseñor Martin, que había preparado el histórico peregrinaje. Después vuelve a Jerusalén, a la parte judía de la ciudad. Reciben a Pablo VI el primer ministro Abba Eban y el alcalde de la ciudad. El Papa concluye su día con una oración en el Cenáculo.

Antes de volver a la parte árabe de la ciudad, el peregrino de Roma escucha de nuevo al presidente israelí Shazar. El Papa responde agradeciendo por «este día inolvidable», y añade palabras para defender la memoria de Papa Pacelli. Es una intervención que no estaba prevista y que el mismo Pontífice había decidido la noche anterior: «Nuestro gran Predecesor Pío XII lo afirmó con fuerza y en muchas ocasiones, durante el último conflicto mundial, y todo el mundo sabe lo que hizo por la defensa y la salvación de todos los que soportaban la prueba, sin ninguna distinción. Sin embargo, como sabéis, se han querido sembrar sospechas e incluso acusaciones contra la memoria de este gran Pontífice. Tenemos la satisfacción de tener ocasión de afirmarlo en este día y en este lugar: nada más injusto que ese atentado contra tan venerable memoria. Quienes, como Nos, han conocido más de cerca a esta alma admirable, saben hasta dónde podían llegar su sensibilidad, su compasión por los sufrimientos humanos, su valor y la bondad de su corazón. Bien lo sabían también los que, terminada la guerra, acudieron con lágrimas en los ojos a darle las gracias por haberles salvado la vida».




El 5 de enero por la tarde, en la sede de la delegación, se lleva a cabo el primer encuentro y el primer abrazo con el Patriarca de Constantinopla, Atenágoras I, que viajó a Jerusalén para saludarlo. Pedro y Andrés se encuentran después de siglos de división. El Papa y el Patriarca recitan el “Pater Noster” con sus respectivas delegaciones, en latín y en griego. Atenágoras dice que espera que este encuentro «sea el alba de un día luminoso y bendecido, cuando las generaciones futuras comulguen en el mismo cáliz del Santo Cuerpo y de la Preciosa Sangre del Señor». Montini ofrece a Atenágoras un cáliz de oro.

El 6 de enero, fiesta de la Epifanía, Pablo VI se dirige a Belén. Lo esperan los franciscanos de la Custodia y el Patriarca de rito latino de Jerusalén. El Papa vive en persona las dolorosas divisiones en el mundo cristiano y los rígidos horarios establecidos por el “statu quo” en los lugares santos. Se ve obligado a terminar la misa a las 8.30; durante la celebración se celebran otros dos cultos no católicos. Además, el Pontífice, vestido con los paramentos litúrgicos, tiene prohibido caminar por la nave central de la Basílica, encomendada a la custodia de los greco-ortodoxos.

En la homilía, el Papa habla de ecumenismo y explica que la unidad «no puede ser obtenida» poniendo en juego «verdades de fe», pero repite: «Nosotros estmaos dispuestos a tomar en consideración todos los medios razonables capaces de preparar las vías del diálogo». Pablo Vi renueva su llamado a la paz: «Que los gobernantes escuchen este grito de nuestro corazón y prosigan generosamente sus esfuerzos para garantizar a la humanidad la paz a la que se aspira con tanto ardor» y para «evitar, a cualquier costo, las angustias y el terror de una nueva guerra mundial, cuyas consecuencias serían incalculables».

El Papa después regresa a Jerusalén y visita a Atenágoras. En el discurso que entrega para la ocasión se lee: «Por una y otra parte, las vías que conducen a la unión son largas y están llenas de dificultades. Pero los dos caminos convergen la una hacia la otra y llegan a la fuente del Evangelio. ¿No es de buen augurio que este encuentro se hoy se dé justamente en esta Tierra en donde Cristo fundó su Iglesia y derramó su Sangre por ella?».

El Papa retoma el camino hacia Amán, en donde vuelve a encontrarse con el rey Hussein. En el aeropuerto se despiden y ambos pronuncian nuevamente palabras sobre la paz. Pablo VI comienza su último discurso pronunciando algunas palabras en árabe. La multitud presente en la ceremonia de despedida aplaude.




El avión del Pontífice aterriza en Roma a las 18.30 del 6 de enero. Al llegar a la Plaza San Pedro, Pablo VI se dirige a la multitud que lo recibe: «Han comprendido que mi viaje no fue solo un hecho singular y espiritual: se ha convertido en un advenimiento que puede tener una gran importancia histórica». Como signo tangible y recuerdo de su peregrinación, el Papa quiere que se construya cerca de Jerusalén un centro de estudios ecuménicos y, en Belén, un instituto para la educación de los sordos.