El documento que ahora publica el Secretariado para los no creyentes tiene como fin, en conformidad con la índole de este organismo[1], promover y orientar rectamente el diálogo entre los creyentes y los no creyentes, teniendo en cuenta la naturaleza propia del diálogo. Se hacen, pues, algunas consideraciones, que, al mismo tiempo que tratan de aclarar el concepto de diálogo, como forma concreta de comunicación entre los creyentes y los no creyentes, señalan además sus condiciones y las consiguientes normas fundamentales.
Aunque el diálogo, tal como se entiende en este documento, no persiga necesariamente un fin apostólico, entraña sin embargo para el cristiano el testimonio de la propia fe y responde también a la misión de la Iglesia de propagar la doctrina evangélica. Incluso es posible que el diálogo con los no creyentes proporcione a los fieles un conocimiento más completo de los valores humanos y una mejor comprensión de las verdades religiosas. Este documento va dirigido en primer lugar a los cristianos y, por esto, muchos de sus puntos se inspiran en otros documentos eclesiásticos, relacionados con la materia, si bien, en lo que al diálogo se refiere, intenta hacer una exposición comprensible y aceptable por los no creyentes.
EL DIALOGO CON LOS NO CREYENTES
1. El hombre moderno, a juzgar por el progreso general de la cultura humana y de la sociedad, y no obstante su angustia por la evolución del mundo actual, reconoce cada día más la dignidad y el valor de la persona humana.
La intensificación de las relaciones humanas ha sido de gran utilidad a los hombres de nuestra época para adquirir conciencia del llamado « pluralismo» y ver en él como la nota característica de nuestro tiempo. No puede existir sin embargo un verdadero «pluralismo», si los hombres y las comunidades, de mentalidad y de cultura diversas, no se deciden a entablar diálogo[2].
Como se afirma en la Encíclica «Ecclesiam Suam», exigen el diálogo «la costumbre ampliamente difundida de entender las relaciones entre lo humano y lo profano; el dinamismo transformador de nuestra sociedad; el pluralismo de sus manifestaciones y, finalmente, la madurez del hombre actual, religioso o no, capacitado por la educación cultural para pensar, para hablar y para dialogar con dignidad»[3].
Por consiguiente, el diálogo, fundado en las relaciones mutuas, implica el reconocimiento de la dignidad y del valor propio del interlocutor, como persona.
El cristiano tiene una razón especial para reconocer este valor y esta dignidad: la vocación sobrenatural del hombre. La Iglesia, por otra parte, en virtud de misterio de la Encarnación, no ignora la importancia y la incumbencia inherente a su misión, de hacer más humano el orden temporal[4].
Es necesario, pues, que todos los cristianos se preocupen y promuevan diligentemente el diálogo con los hombres, de cualquier categoría que sean, viendo en ello el deber del amor fraterno, acomodado al progreso y a la madurez de nuestro tiempo.
«La Iglesia, declara el Concilio Vaticano II, en virtud de su misión de iluminar a todo el mundo con el mensaje evangélico y de reunir en un solo espíritu a todos los hombres de cualquier nación, raza o cultura, se convierte en signo de fraternidad, que permite y consolida el dialogo sincero»[5].
La razón y la finalidad del diálogo no excluyen otras formas de comunicación, como son la apologética, la confrontación la discusión, ni impide tampoco la reivindicación de los derechos de la persona humana. En general la apertura y benevolencia de espíritu, que son como el fundamento del diálogo, se requieren para toda clase de convivencia social.
Esta disposición de ánimo exige « actuar respetuosamente, una gran estima y una expresión de benevolencia y bondad hacia los demás».[6] Esto no se puede lograr si « el otro» no es reconocido y aceptado de buena gana, como tal.
Finalmente la voluntad de entablar diálogo es además un modo eficaz de llevar a cabo aquella renovación general en la Iglesia, que comporta una mayor estima de la libertad. « La verdad, enseña el Concilio Vaticano II, debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, mediante una libre investigación, con la ayuda del magisterio o enseñanza, de la comunicación y del diálogo, mediante los cuales unos exponen a otros la verdad que han encontrado o creen haber encontrado, para ayudarse mutuamente en la búsqueda de la verdad; y una vez conocida ésta hay que adherirse a ella firmemente con asentimiento personal»[7].
2. «El deseo de este coloquio, se lee en la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, movido hacia la verdad por impulso exclusivo de la caridad, salvando siempre la prudencia necesaria, no excluye a nadie por parte nuestra...».[8]
La Encíclica «Ecclesiam Suam» presenta como tres círculos concéntricos para indicar las tres clases de interlocutores: todos los hombres, muchos de los cuales no practican ninguna religión; quienes profesan religiones no cristianas y finalmente los hermanos cristianos, no católicos. Para dialogar con estas tres clases de interlocutores, Pablo VI ha creado tres Secretariados: uno para la unión de los cristianos, otro para los no cristianos y otro para los no creyentes.
El establecimiento del diálogo, sobre todo con los no creyentes, origina peculiares y en partes nuevos problemas[9]. Asimismo en algunas iniciativas nuevas, para promover el diálogo, los Católicos celosos de la verdad y de los bienes de la fe cristiana — con igual solicitud —, podrán experimentar algunas dificultades. Por esta razón, el Secretariado para los no creyentes desea proponer algunos principios y orientaciones, basado en los documentos del Magisterio Pontificio y Conciliar.
Del aspecto apostólico del diálogo se ocupa extensamente Pablo VI en la Encíclica «Ecclesiam Suam»: por medio del diálogo así entendido, la Iglesia cumple su deber primordial de llevar el mensaje evangélico a todos los hombres, ofreciéndoles al mismo tiempo, con plenitud de reverencia y de amor, el don de la gracia y de la verdad, de las que fue hecha depositaria por Cristo.
En la Constitución Pastoral «Gaudium et Spes» se trata más bien del diálogo de la Iglesia con el mundo. No es objeto inmediato de este coloquio el anuncio del Evangelio, sino el diálogo que intentan establecer los cristianos con los que no participan de la misma fe, para buscar juntos la verdad en los distintos campos de la realidad y para solucionar en común los problemas más urgentes de nuestro tiempo. En orden a estimar en su justo valor este diálogo entre la Iglesia y el mundo, se propone lo siguiente.
I. NATURALEZA Y CONDICIONES DEL DIALOGO
1. EL DIALOGO EN GENERAL
Se entiende aquí por diálogo en general, cualquier forma de reunión y de comunicación entre personas o grupos y comunidades, con la intención de llegar a una mayor comprensión de la verdad o de establecer unas relaciones más humanas, con espíritu de sinceridad, de respeto a las personas y de mutua confianza.
El diálogo reviste particular importancia y dificultad, cuando se realiza entre personas de diversa opinión, incluso a veces contraria, que se esfuerzan por hacer desaparecer los prejuicios mutuos y acrecentar en lo posible el consentimiento tanto en el simple trato humano, como en la búsqueda de la verdad o también para colaborar en cualquier género de actividad.
Aunque todos estos elementos se incluyen en cada forma de diálogo, sin embargo, como uno de ellos puede prevalecer sobre los demás, es necesario distinguir tres posibles clases de diálogo:
— encuentros, a nivel de relaciones humanas solamente, cuya finalidad es liberar del aislamiento y desconfianza mutua a los interlocutores, creando un clima de auténtica «simpatía», de respecto y de estima recíprocos;
— encuentro en el campo de la verdad, para tratar materias de máxima importancia para ambos, buscar con esfuerzo común una mejor comprensión de la verdad, y orientar su espíritu a un mayor conocimiento de la realidad;
— encuentros en el campo de la actividad, cuyo cometido sea señalar las condiciones para lograr determinados fines prácticos, no obstante las diferencias doctrinales,
Si bien es de desear que el diálogo incluya simultáneamente estas tres modalidades, sin embargo cada una de ellas conserva su fuerza propia, en cuanto que se ordena a establecer relaciones personales.
Todo diálogo, por el hecho de que cada uno de los interlocutores da y recibe, lleva consigo cierta « reciprocidad», que lo distingue del magisterio, cuya propiedad es enriquecer al discípulo; sin embargo puede considerarse como una forma de enseñanza y mensaje implícito de la verdad evangélica, porque procura a los hombres beneficios doctrinales .
El diálogo, tal como aquí se entiende, difiere también de la disputa y de la controversia, cuya finalidad es defender la propia postura y convencer de error al contrario.
No consiste tampoco propiamente en la confrontación; la función del diálogo es acercar y hacer que se comprendan más los interlocutores. Finalmente, aunque ambos pueden aspirar a convencer al otro de la verdad de su postura, sin embargo el diálogo por su naturaleza no persigue este fin, sino el mutuo enriquecimiento.
2. EL DIALOGO DOCTRINAL
1. Posibilidad y legitimidad de este diálogo
Con frecuencia se pone en duda la misma posibilidad del diálogo doctrinal. Se trata de saber si para entablar un diálogo sincero, hay que dejar a un dado la verdad absoluta; si para que sea abierto, se necesita una disposición de ánimo siempre en actitud de búsqueda. Puede preguntarse asimismo si es compatible el diálogo, en el supuesto de admitir la verdad absoluta, con el convencimiento de estar en posesión de ella: la disposición al diálogo parece que está exigiendo la duda de la verdad absoluta.
¿Puede por otra parte establecerse un diálogo, cuando los interlocutores son partidarios de distinto sistema de pensamiento? Si cualquier afirmación es válida solamente dentro de todo un sistema, ¿puede haber lugar para un verdadero coloquio, cuando la discusión parte de dos sistemas diferentes?
Analizando además el concepto de verdad que tienen muchos actualmente, se deduce que la verdad es algo inmanente al hombre, condicionada por éste y por su libertad, de tal forma que no puede existir otra verdad que la que tiene su origen en el mismo hombre. El diálogo doctrinal consiguientemente carecería de fundamento, ya que los cristianos, al no admitir el principio de la inmanencia, sostienen una noción de verdad completamente diversa.
Por lo que se refiere al diálogo público habrá que ver también, si es lícito poner en peligro la fe de un grupo, que no está suficientemente preparado para la controversia.
Con las siguientes anotaciones, queremos obviar las anteriores dificultades.
El diálogo doctrinal, que debe ser entablado con espíritu de sinceridad y con profundo sentido de la libertad y del respeto, versa sobre aquellas cuestiones doctrinales que de alguna manera afectan a los participantes. Estos, los interlocutores, aun pensando de distinto modo, procuran llevarlo a efecto con un esfuerzo común para mejorar la inteligencia mutua, para desarrollar y ampliar en lo posible los puntos de convergencia. De este modo ambas partes pueden enriquecerse recíprocamente.
Es propio del diálogo respetar la índole personal en la búsqueda de la verdad y tener en cuenta las condiciones de los hombres privados, las circunstancias particulares de cada interlocutor, así como los límites entre los cuales se mueve en la prosecución de la verdad. La inteligencia de estos límites, vinculados a individuos o comunidades históricas, dilatará los ánimos para tomar en consideración las opiniones y los esfuerzos de los demás y aceptar los elementos verdaderos de cada sentencia.
El diálogo, que consiste también en buscar la verdad, carecería de toda fuerza, si los interlocutores no admiten que la mente del hombre –de alguna manera al menos– puede alcanzar la verdad objetiva y entender algo de esa misma verdad, aunque posiblemente mezclada con error. Finalmente los individuos, con su modo peculiar y único de ver la realidad, contribuyen a alcanzar la verdad, cosa que los demás no deben pasar por alto. Por esta razón, la posibilidad de la verdad no es sólo una afirmación que está en conformidad con el diálogo, sino también su condición necesaria; de aquí que al entablarlo, no se puede dudar de la verdad, postergándola al mismo diálogo, como parece que quieren algunas formas de irenismo. Más aún, el diálogo debe tener su origen en la obligación moral común de buscar la verdad en todo, principalmente en lo que se relaciona con las cuestiones religiosas.
Del hecho de que cada interlocutor crea estar en posesión de la verdad, no se deduce que el diálogo sea inútil; esta persuasión no es contraria a la naturaleza del diálogo. Este parte de dos posturas diversas, que el mismo diálogo se propone desarrollar y acercar entre sí, en cuanto sea posible; basta que los participantes admitan que la noción de verdad propia de cada uno pueda enriquecerse del coloquio con los demás.
Esta manera de pensar debe ser aceptada y favorecida sinceramente por los creyentes. Las verdades de la fe, en cuanto que son reveladas por Dios, son absolutas y perfectas en sí mismas; sin embargo son percibidas de modo imperfecto por los fieles, quienes pueden siempre conocerlas y meditarlas más. Por lo demás, no todo lo que sostienen los cristianos ha sido revelado; el diálogo con los no creyentes puede ayudarles a distinguirlo y a descubrir los signos de los tiempos a la luz del evangelio.
La fe cristiana no dispensa .a los creyentes de reflexionar, con la ayuda de la razón, sobre los presupuestos racionales de la fe; es más, el cristiano es impulsado a abrazar los postulados rectos de la razón humana, sabiendo con certeza que la razón no puede estar en contradicción con la fe. Finalmente el cristiano sabe que no se puede pretender de la fe la respuesta a toda clase de problemas; pero conoce por la misma fe el espíritu y el método con que se han de abordar tales cuestiones, sobre todo en el campo de lo temporal, que es como una gran puerta abierta a la investigación[10].
En cuanto a la dificultad proveniente de la cohesión interna de un sistema, es necesario recordar que el diálogo es posible aun cuando los interlocutores estén de acuerdo sólo en parte. Si un sistema posee verdades y bienes, que no reciben necesariamente su significado y su importancia del mismo y que podrían desligarse de él, es suficiente aclararlas para lograr un cierto consentimiento.
En los hombres, incluso entre los distanciados por las opiniones más discrepantes, pueden encontrarse algunos puntos de convergencia y de comunicación. Partiendo, pues, de la cohesión interna de los sistemas, hay que admitir en la discusión distintos grados de diálogo, porque puede suceder que éste se logre mejor en uno de ellos. En especial adviértase que las realidades humanas tienen su legítima autonomía[11] y que por consiguiente la discrepancia en las realidades religiosas no impide necesariamente un cierto consentimiento en las realidades temporales.
No se puede negar por lo demás que el diálogo resulta más difícil, cuando los interlocutores tienen distinta noción de verdad y no están de acuerdo en los mismos principios de razón. Si esto sucediera, es propio del mismo diálogo intentar llegar a una tal noción de la verdad y de los principios racionales, que pueda ser aceptada por todos, Y si no pudiera conseguirse, no se crea por eso que el diálogo ha perdido todo su valor; no es poco fijar los límites, más allá de los cuales no se puede avanzar. No es suficiente cualquier motivo para establecer el diálogo.
Difícilmente se puede evitar el peligro de contestación en la sociedad «pluralista» de nuestro tiempo; por eso es necesario preparar a los fieles, para que sepan afrontar ese peligro, sobre todo en el diálogo público. Una buena preparación será de gran provecho para la maduración de la fe. En el diálogo público, además, los interlocutores tienen ocasión de exponer su doctrina a los oyentes, a quienes no podrían llegar de otra manera.
El diálogo de los creyentes con los no creyentes, a pesar del peligro que lleva consigo, no sólo es posible sino también recomendable. Puede versar sobre todos los temas que están al alcance de la inteligencia humana: religiosos, filosóficos, morales, históricos, políticos, sociales, económicos, técnicos y culturales en general. La fidelidad con que el Cristiano acepta los bienes de orden espiritual y corporal pide que reconozcan esos bienes allí donde los encuentre[12]. Este diálogo puede tratar también sobre los beneficios provenientes de las verdades del orden sobrenatural para la vida y la cultura humanas.
2. Condiciones del diálogo doctrinal
Para que el diálogo pueda conseguir los fines preestablecidos, debe atenerse a las normas de la verdad y de la libertad: buscará por tanto la verdad en la sinceridad, de modo que se excluya el coloquio doctrinal, cuando aparezca «instrumentalizado», como se dice vulgarmente; es el caso del diálogo que pretende alcanzar determinados fines políticos. Las dificultades aumentan en el diálogo con los marxistas, que militan en el comunismo, por la estrecha relación que establecen entre teoría y práctica; lo cual hace más difícil la distinción entre los diversos grados del diálogo y que el doctrinal se convierta en práctico.
El cultivo de la verdad exige también que brille la claridad en la exposición y en la confrontación mutua de la opinión de cada interlocutor, no sea que las mismas palabras, empleadas con distinto significado, intenten ocultar las diferencias más que superarlas. Esto requiere que se sepa claramente en qué sentido emplean ambos las palabras, para que, quitando toda ambigüedad, la discusión proceda rectamente.
El diálogo doctrinal necesita valentía no sólo para exponer con sinceridad las propias opiniones, sino también para admitir la verdad, incluso cuando ésta convence de tal forma al interlocutor que se ve obligado a revisar, al menos en parte, la propia postura especulativa y práctica.
Pero para nada servirá el diálogo, si no es preparado y realizado por peritos; de lo contrario los beneficios del coloquio no compensarán los peligros que pueden surgir. Finalmente la verdad debe triunfar en el diálogo sólo en virtud de su fuerza,[13] debiéndose por tanto poner a salvo y respetar la libertad de los participantes.
3. El diálogo en el campo de la actividad
El coloquio puede tener también como finalidad establecer la colaboración entre grupos o comunidades que profesan doctrinas diferentes y hasta opuestas.
Hay que advertir que algunas iniciativas, nacidas en doctrinas enemigas de la religión cristiana, pueden llegar a no ser ya congruentes con los principios que las inspiraron[14], más aún, como hemos dicho antes, las divergencias, que enfrentan los sistemas en su conjunto, no impiden que éstos coincidan en algunos puntos. Sobre todo las discrepancias en materia religiosa no excluyen de por sí el acuerdo mutuo en el campo de las realidades temporales, que, según la Constitución «Gaudium et Spes» reclaman autonomía en su orden.
Por último, en el caso de no poder conseguir una sentencia concorde en el campo especulativo, puede ser que se llegue a un acuerdo en la práctica. Para que el consentimiento y la cooperación sean legítimos, se requieren ciertas condiciones: que el fin que se propone el diálogo sea un bien o pueda reducirse a un bien[15]; que aquello en que están concordes los interlocutores no sea causa de poner en peligro bienes mayores, como son la integridad de la doctrina y los derechos de la persona: la libertad civil, cultural y religiosa. Para tener seguridad de que se cumplen estas condiciones en la realización del diálogo, hay que atender a las actividades que los participantes se proponen para el presente y para el futuro y sobre todo a las experiencias del pasado.
De la oportunidad de tal cooperación habrá que juzgar, según las distintas circunstancias de lugar y de tiempo. Aunque corresponde a los seglares ponderar estas circunstancias, sin embargo pertenece a la Jerarquía vigilar e intervenir, dejando a salvo la legítima libertad y la experiencia de los seglares, cuando la exija la tutela de los valores religiosos y morales.
II. NORMAS PRACTICAS
Las normas siguientes deben considerarse como corolarios de la naturaleza y de las condiciones del diálogo. Tendrán que ser necesariamente generales, debido a las diversas circunstancias regionales y también porque la aplicación de los preceptos particulares a los distintos casos dependerá de la prudencia de los pastores y de los fieles. Existe, por ejemplo, una grande diferencia entre los pueblos que conservan las antiguas tradiciones cristianas, los pueblos a los cuales aun no ha llegado el anuncio del evangelio y aquellos que, siendo cristianos en su mayor parte, son gobernados actualmente por dirigentes ateos. Conviene esperar además el fruto de numerosas experiencias, que en el futuro aconsejarán orientaciones más oportunas. El dar normas generales, adaptadas a las circunstancias locales, será incumbencia de las Conferencias Episcopales.
1. NORMAS PARA PROMOVER EL DIALOGO
A la luz del Concilio Vaticano II, es de desear que la opinión pública en la Iglesia se haga sensible a la gran conveniencia de entablar diálogo.
1. En la educación y formación del clero, es necesario llegar a una preparación en las disciplinas filosóficas y teológicas que« con el debido conocimiento de la mentalidad de la época actual, capacite adecuadamente para poder dialogar con los hombres de nuestro tiempo»,[16] incluso con los no creyentes. De aquí que los futuros sacerdotes deben ser instruidos en las distintas modalidades de «no creer» (especialmente las que tienen vigor en sus regiones) y deben conocer también la razón y los fundamentos filosóficos y teológicos del diálogo. Esto se hará con particular amplitud y profundidad en las Universidades y Facultades Eclesiásticas,
2. En los cursos, semanas de estudio, reuniones, ... etc., dedicados a promover la renovación pastoral de los clérigos, se preste atención a explicar los problemas del diálogo con los no creyentes, en relación con las circunstancias concretas en que se desenvuelve su labor pastoral.
3. Organícense igualmente cursos de enseñanza superior, cursos especiales para peritos, jornadas y reuniones de estudio para seglares sobre el diálogo con los no creyentes, teniendo presente de modo peculiar a los jóvenes y a quienes toman parte activa en el apostolado cristiano.
4. La misma predicación y la instrucción catequética deberán atender a este nuevo enfoque de la realidad, que es característica principalmente manifiesta en la Iglesia de hoy,
5. En cuanto al estudio del ateísmo y a la apertura de diálogo, los organismos diocesanos actuarán vinculados de alguna manera con el Secretariado de Roma y bajo la dirección de la Jerarquía local. Buscarán el asesoramiento de peritos, clérigos o seglares de ambos sexos, para promover investigaciones, para el estudio y para celebrar cursos y reuniones.
6. Es de desear que se establezca en este sentido una colaboración verdaderamente ecuménica entre los católicos y los otros cristianos, a escala internacional, nacional y regional.
7. Esta colaboración al diálogo con los no creyentes es de desear también entre los cristianos y los seguidores de religiones no cristianas, judíos y mahometanos principalmente.
2. NORMAS DIRECTIVAS
Conviene distinguir en primer lugar entre diálogo público y privado. Para el « privado», es decir, para aquellas reuniones espontáneas o de mutuo acuerdo y reservadas a personas o grupos privados, no se puede dar más norma que el hacer uso de la prudencia y de la benevolencia, cuya propiedad es regular todos los actos verdaderamente humanos y cristianamente dignos.
Sin embargo parece aconsejable proponer lo siguiente:
1. Para entablar un diálogo, fructuoso en todos sus aspectos, se requiere conocer bien antes el tema de discusión; debe conocerse no sólo la sentencia del interlocutor, sino también y sobre todo la doctrina cristiana referente a la cuestión.
2. Si el cristiano no se siente debidamente preparado, acuda a un perito o remítale su interlocutor.
3. Adviértase la grave obligación moral, no sea que alguno, seducido por un fácil «irenismo» o «sincretismo», abandone el verdadero depósito de la fe o ponga en crisis la propia.
4. No debe desestimarse el conveniente testimonio de integridad de vida y de fe para dar eficacia al encuentro.
Para el diálogo « público», al cual participan hombres representativos de la comunidad (aunque no necesariamente encargados por la comunidad como tal), ya sean creyentes, ya profesen doctrinas o prácticas diversas, incluso opuestas, se requiere una mayor prudencia, debido a su gran influencia en la opinión pública.
Tienen también aquí valor las orientaciones generales siguientes:
1. Los cristianos, que toman parte en esta clase de diálogo, sacerdotes o seglares, no sólo deben estar dotados de las cualidades que se requieren para el diálogo privado, sino también sobresalir en la doctrina por su pericia y en autoridad moral, en viveza y elegancia de expresión, virtudes todas exigidas por esta clase de coloquio.
2. Si, como ahora suponemos, se trata de un coloquio público no oficial (es decir, sin mandato de la autoridad) es conveniente, para garantizar absoluta libertad, que no intervengan hombres que implican la autoridad pública, la función o la institución que representan; es necesario no obstante que los participantes respeten fielmente los postulados de la comunidad, a que pertenecen.
3. El diálogo oficial (por encargo de la autoridad) no puede ser excluido « a priori». Son sin embargo pocas las ocasiones que se presentan para establecer este diálogo, porque los no creyentes generalmente no representan a la comunidad, sino solo a sí mismos, o porque no existe homogeneidad entre la Iglesia por una parte y el partido político o el grupo cultural por otra. En estos casos hay que evitar cuidadosamente toda clase de equívocos, tanto en lo que se refiere a la naturaleza y a la finalidad del diálogo, como a la voluntad de colaboración.
4. El coloquio se ha de establecer sólo cuando las circunstancias, v. g,, de tiempo y de lugar , sean verdaderamente favorables a su naturaleza. Hay que evitar por tanto la demasiada publicidad o la presencia de hombres no preparados, que puedan perturbar la serenidad del diálogo y convertirlo en una discusión o en un comicio. En general tiene mejores perspectivas el coloquio entre pocos participantes y que sean peritos. Con frecuencia convendrá fijar antes los estatutos y las normas del coloquio; finalmente habrá que interrumpirlo, cuando se convierta en instrumento de un partido.
5. Del mismo modo, con el fin de evitar disensiones y escándalos, será a veces oportuno determinar con antelación el sentido, la finalidad y la materia del diálogo.
6. Los sacerdotes necesitan el consentimiento del Ordinario propio y el del lugar, donde se celebra el coloquio. Por su parte los fieles cristianos acatarán los preceptos de la Autoridad eclesiástica. Esta sin embargo tenga un gran respeto por la legítima libertad de los seglares en lo temporal y por las condiciones generales en que se desenvuelve su vida.
Además del diálogo verbal, no se debe pasar por alto el diálogo escrito entre creyentes y no creyentes, a base de una colaboración mutua en revistas, periódicos, hojas divulgadoras, etc.
Esta modalidad del diálogo público requiere un cuidado especial por la fama y más amplia difusión de lo que se escribe y en consecuencia, por el mayor empeño y deber de conciencia de los fieles que participan en él. En otro aspecto no tiene el peligro de la impericia o del apresuramiento. Para entablar esta forma de diálogo es aconsejable que los fieles interesados presenten antes sus escritos a los peritos. Por lo demás habrá que cumplir religiosamente todas las normas canónicas vigentes o que se establezcan en esta materia.
Roma, 28 de Agosto de 1968.
FRANZISKUS Card. KONIG Presidente
Vincenzo Miano Secretario
[1] «El Secretariado para los no creyentes tiene como Presidente un Cardenal, a quien ayudan un Prelado como Secretario y otro corno Subsecretario. Se compone de un cierto número de Cardenales y Obispos, nombrados por el Sumo Pontífice, más los Consultores elegidos de todas las partes del mundo.
El Secretariado, con la aprobación del Sumo Pontífice, tiene por fin el estudio del ateísmo, profundizando en los motivos del mismo, y procurando establecer el diálogo con los mismos no creyentes, que acepten sinceramente una colaboración » (Regimini Ecclesiae Universae, par. 101, 102).
[2] Gaudium et Spes, 43, 3; 76, 1; 92, 2. Gravissimum educationis 6, 2; cfr. también Enc. Populorum Progressio n. 39
[3] A.A.S., X (1964), 644; cfr. también Gaudium et Spes, n. 6.
[4] Cfr. Apostolicam Actuósitatem, n. 7
[5] Gaudium et Spes, n. 92
[6] Ecclesiam Suam, A.A.S., X (1964), 644
[7] Dignitatis humanae, n. 3.
[8] Gaudium et Spes, n. 92.
[9] Gaudium et Spes, n. 19
[10] «Ante la inmensa diversidad de situaciones y de formas culturales que existen hoy en el mundo, esta exposición, en la mayoría de sus partes, presenta deliberadamente una forma genérica; más aún, aunque reitera la doctrina recibida en la Iglesia, como más de una vez trata de materias sometidas a incesante evolución, deberá ser continuada y ampliada en el futuro » (Gaudium et Spes, n. 91, 2).
[11] Gaudium et Spes, n. 36 y 59.
[12] Gaudium et Spes, n. 57
[13] Dignitatis humanae, n. 1 y 3.
[14] Pacem in terris, A.A.S., V (1963), 300. Ecclesiam Suam, A.A.S., X(1964), 652
[15] Mater et Magistra, A.A.S., VIII (1961), 457
[16] Optatam totius, n. 15.