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Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo
Escritores Actuales /Martí Ballester Jesús

Por: P. Jesús Martí Ballester | Fuente: Catholic.net

2o domingo del tiempo ordinario. Ciclo A.

1. "Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el fin de la tierra" Isaías 46,3. Parece una antinomia el deseo del Señor expresado por Isaías. Quiere que sea la luz de las naciones, y lo tiene encerrado treinta años en Nazaret, hasta el punto de que sus propios familiares le decían: "Manifiéstate al mundo" (Jn 7,4). Pero seguramente hay alguna clave para interpretar esos deseos y casarlos con la realidad. Me aventuraré a descifrarla: Jesús es la semilla, es el grano de mostaza, es el puñado de levadura...Como tales, debe seguir los ritmos propios de la naturaleza. El Niño tiene que crecer y madurar en hombre lleno de sabiduría; la levadura tiene que estar en su punto de fermentación para poder fecundar toda la masa; la semilla, debe seguir el proceso germinativo natural. La maravilla está en que estos deseos santos de salvación exigen control y paciencia, perseverancia y constancia, muerte de las precipitaciones, anatema de la irreflexión. Todo eso que a los hombres nos aterroriza: estudiar, esperar, orar, reflexionar, planear, seguir un método, jerarquizar los valores, anteponiendo los sustanciales a los accidentales, los que sólo nosotros podemos hacer y dejar a los otros los que no precisan nuestra intervención, aunque nos halague. Porque no nos halaga ni nos satisface, porque nos cuesta más, no estamos dispuestos a aceptarlo, ni mucho menos a practicarlo. Por esa línea discurre la célebre afirmación del Fundador de Taizé, el Hermano Roger: "Los "cristianos" españoles influirán poco, porque estudian poco y oran poco". Es más fácil subir al ambón y hablar sin prepararse, que prepararse con paciencia para ser luz. Esa es la conducta de Dios con su Siervo, destinado a ser luz para todas las naciones. Embriagar de amor se consigue y sólo con eso, ofreciendo vino puro, y no vino aguado. Pero el vino puro necesita años de solera y de reposo en la bodega. No se puede precipitar la añejez del vino, ni la sabiduría de los predicadores. Sólo se puede provocar un incendio en la ciudad, si antes se ha sido ascua en Nazaret. Y a ese proceso hay que estar muy atentos en la selección, si se quiere y se busca que la ciudad esté radiante de luz. "El que un día ha de ser rayo, tiene que ser durante mucho tiempo nube" (Nietzsche).

2. Juan Bautista nos confiesa: "He visto al Espíritu como paloma descender del cielo y posarse sobre El" Juan 1,29. Juan ha comenzado su Evangelio con un himno a la Palabra que existía desde el principio y que se ha encarnado. Confiesa que hemos contemplado su gloria, la excelsitud de su amor en la tierra y la belleza de su alma de niño, de adolescente gracioso, que crece en edad, en sabiduría y en gracia y de hombre adulto, enamorado y vigoroso, en su Verbo encarnado. Esta sería la gloria concomitante, o de irradiación, diferente de la gloria de la transfiguración en el Tabor, contemplada también por Juan. Nos dice también que Juan Bautista había testificado de El que venía detrás de él, pero que era primero que El. Y sigue diciendo que a Dios nadie lo ha visto jamás, pero que su Unigénito, que está en su seno, nos lo ha revelado (Jn 1,14-19).

3. Los judíos enviaron a preguntar a Juan Bautista: ¿quién eres? -Y él contestó: "Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno que no conocéis; es el que viene después de mí y a quien no soy signo de desatar la correa de su sandalia. Esto ocurrió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba" (Jn 1,26).

4. La Liturgia de este domingo, ha preferido la lectura de Juan, que retoma la narración de Mateo, leída el domingo anterior, fiesta del Bautismo del Señor, y con su estilo peculiar, nos relata también el momento en que Jesús viene hacia él para que le confiera el bautismo, o bien el momento posterior, que le ha ofrecido la ocasión de testificar que Jesús es el Hijo de Dios. En el vértice de esta nueva escala de nobleza está Jesús de Na­zaret, “cordero sin tacha y sin mancilla” (1 Pedro 1,19), porque, sin haber cometido ninguna culpa, él ha llevado sobre sí la pena de todas las culpas.

5. Hacía muchos siglos que Dios había prometido que la estirpe de la mujer aplastaría la cabeza de la serpiente. Habían vivido Patriarcas y muchos Profetas. A los Patriarcas les hablaba Dios, preparando la sementera. Después los Profetas hablaron al pueblo lo que Dios les inspiraba. Le comunicaban esperanza y corregían sus pecados, que Dios purificaba. El último Profeta ha sido Juan Bautista, que ha preparado ya los caminos del Señor. Ahora, el Señor ya está aquí. Lo ha bautizado él en el Jordán, como hemos meditado el domingo anterior. El Padre dijo que El era su hijo Amado. Hoy es Juan Bautista el que dice: "Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo". El Cordero. El corderito no hace mal a nadie, pero puede ser devorado por el lobo. Jesús no ha venido a damos sabias explicaciones sobre el dolor sino que ha venido a asumirlo silenciosamente sobre sí. Tomándo­lo sobre sí, lo ha cambiado desde su interior: de signo de maldición a instrumento de redención. Lo ha hecho el supremo valor, la nobleza más alta. Después del pecado, la grandeza de una criatura se mide por el mí­nimo de culpa y el máximo de pena del mismo pe­cado. “¿Quién me puede argüir de pecado?” y aceptar cargar con sus consecuencias. Su grandeza no está en la inocencia o en el sufrimiento alternativos, sino en la presencia simultánea de la inocencia y del sufrimiento. Éste es el sufrimiento que nos acerca a Dios. Sólo Dios sufre y sufre en sentido absoluto como inocente. En el vértice de esta nueva escala de nobleza está Jesús, “cordero sin mancha” (1 Pe 1,19). «Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados» (Is 53, 5).

6. Por eso somos amados por el Padre, como hijos, como lo es Jesús, todos los que hemos sido bautizados. Si una madre no agota su maternidad en el primer hijo, menos el Padre agota la suya en su Hijo Unigénito. Pues su Amor sin límites le pide prolongar su paternidad en hijos innumerables. Somos hijos de Dios en el Hijo, y por la sangre del Hijo, que borra con ella el pecado del mundo.

7. Con el corazón rebosante de amor, ansioso de conquistar a todos los hombres, va a comenzar Jesús su ministerio misionero, después de haber sido bautizado por Juan. Lo que me cuesta a mí recibir la confesión de un sacerdote y, sobre todo, después de escuchar su confesión, exhortarle. Lo mucho que me humilla y hasta me hace incapaz de hilvanar unas ideas, ante un hermano que pide la reconciliación y el perdón, me sugiere el apuro de Juan Bautista al tener que bautizar a Jesús, el Cordero Inocente. Y no quería, se resistía. Tuvo que imponérselo Jesús: Hemos de cumplir lo que el Padre quiere. Yo me tengo que humillar para quitar el pecado. No hay otro modo justo de reparar la soberbia del hombre más que humillándose Dios. La humillación es lo que más cuesta. Tuvo que pasar entre la gente como un pecador más. Pero como el que se humilla será ensalzado, y Dios es justo, a Jesús que se humilla, el Padre lo ensalza, proclamado ante aquellos judíos que en las riberas del Jordán, confiesan sus pecados, que aquél sobre el que desciende el Espíritu Santo, es su Hijo muy amado y no necesita ser bautizado. Somos nosotros los que necesitamos ser bautizados en su sangre.

8. Pero para que ese manantial de Sangre redentora que brotó en el Calvario del Costado abierto del Cordero de Dios, Jesucristo, produzca efectos individuales, es necesario que vayamos a recoger la sangre que nos corresponde, en los sacramentos. No basta que haya una fuente siempre manando, hemos de ir con nuestro cántaro a la fuente: "Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación" (Is 12,3). Jesús, con sus llagas abiertas, nos ha abierto el cielo que estaba cerrado. Nos ofrece la posibilidad de ser hijos de Dios, de vivir su misma vida divina, la que él recibe del Padre y de ser envueltos en su luz, la luz del Cordero, que nos hace luz para todas las gentes.

9. Todos y cada uno de los bautizados podemos escuchar como pronunciadas sobre nosotros, las palabras abismales y consoladoras: "Tu eres mi siervo de quien estoy orgulloso. Te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra" Isaías 46,3. Señor, ¿hasta el confín de la tierra? Ese es mi ardiente deseo, pero estoy confinado en este rinconcito tan limitado. Y me acuerdo de los treinta años de tu Nazareth...

10. Porque estas Palabras son dirigidas a la Iglesia, "a los consagrados por Jesucristo, al pueblo santo que él llamó" 1 Corintios 1,1, a todos los miembros de la Comunidad llamada a difundir la gran riqueza de la filiación divina a todos los hombres.

11. Nuestra respuesta la hemos dado en el Salmo 39: "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad". Como la ha obrado el primogénito, al dar cumplimiento a su vocación de reunir a Israel; de convocar a la Iglesia y a la entera humanidad por ella; de purificar a la Iglesia en el Espíritu Santo, por el Bautismo, la penitencia, la Eucaristía; al morir por la Iglesia, como Cordero de Dios, Cordero Pascual, el "Cordero de pie, glorioso, como degollado", de que nos habla el Apocalipsis (Ap 5) La nobleza y el honor nos obligan a vivir una vida digna de hijos de Dios. Cesen por tanto las guerras. Luchemos personalmente y diariamente con el pecado. Y luchemos también socialmente contra las estructuras de pecado. No seamos ingratos: Era una joven cieguecita. Sufría mucho. Estaba ciega. Un joven muy bueno se enamoró de ella. Ella le confiaba sus cuitas. El sabía que sufría mucho porque era ciega. Le donan unos ojos. Dos ojos nuevos. ¡Qué alegría! Ahora es el joven quien le ofrece casarse con él y ella responde que no, porque ahora es él el ciego. El novio, amargado, responde con un dolor inmenso: Pues cuida mis ojos porque siempre verás con mis ojos. Te amo.

12. Jesús no nos da doctas explicaciones sobre el dolor, sino que lo ha asumido, se ha sumergido en el mar brumoso del dolor y lo ha hecho supremo instrumento redentor cambiando su signo negativo. Por él el dolor se convierte en el orden más alto de nobleza. En la mínima culpa y la máxima pena ha quedado establecida la máxima nobleza. En la misa vamos a sacrificar al Cordero de Dios. Lo vamos a comer. Lo comen buenos, lo comen malos, pero el resultado es diferente: de vida o de muerte. De amor y gratitud a pecado e infidelidad. Formemos bien nuestra conciencia. Con la sangre del Cordero, Jesucristo instituyó un sacramento para perdonar los pecados que excluyen de la comunión: la penitencia. Aunque no somos dignos de que entre en nuestra casa, acerquémonos con conciencia limpia, a recibir al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.