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Tema VII. Estructura anímica
Psicólogos católicos /Freud

Por: . | Fuente: Opus libros

Tema VII. Estructura anímica


Freud distingue tres niveles o instancias en la estructura de la psiquis: el ello, el yo y el super-yo.

El Ello contiene la fuente primera de las manifestaciones instintivas. Es la instancia originaria, desde la cual se forman las otras: el basamento de la vida humana constituido por mociones del deseo inconsciente."El Ello es lo ancestral, el Yo se desarrolla alrededor del Ello, como una corteza, bajo la influencia del mundo exterior. Los impulsos primitivos se aferran en el Ello; todos los procesos en el Ello transcurren inconscientemente. El Yo se cubre, como ya hemos dicho, con la región de la preconsciencia, que contiene partes que normalmente permanecen inconscientes. Los procesos psíquicos del Ello se rigen por leyes y obedecen a influencias diferentes de las que dominan en el Yo"[42].

"El Ello es la parte oscura e inaccesible de nuestra personalidad; lo poco que sabemos acerca de él lo debemos al estudio de la elaboración de los sueños y de los síntomas neuróticos, y en su mayor parte es de carácter negativo, es decir, tan sólo podemos decir que se trata de todo aquello que no es el Yo. Para acercarnos al Ello podemos valernos de imágenes y considerarlo como un caos, como una trama de vehementes estímulos. Suponemos que en alguna parte se halla en contacto con procesos somáticos y de ellos toma necesidades instintivas confiriéndoles expresión mental, pero no podemos decir en qué substrato tiene lugar el contacto".

"Estos instintos le llenan de energía, pero carece de organización y de determinación unificada; es sólo un impulso para lograr la satisfacción de necesidades instintivas de acuerdo con el principio del placer. Las leyes de la lógica —sobre todo la ley de la contradicción— no tienen validez en los procesos del Ello. Los impulsos contradictorios se hallan uno al lado del otro sin neutralizarse ni separarse, combinados, la mayor parte de las veces en forma de transacciones o pactos bajo la todopoderosa presión económica hacia la cual descargan su energía. Nada hay en el Ello que pueda ser comparado a la negación".

"En el Ello no hay nada que corresponda a la idea del tiempo, ni reconocimiento del pasar del tiempo. Los impulsos ingénitos que jamás van más allá del Ello e incluso las impresiones que han sido lanzadas en el Ello por represión, son virtualmente inmortales y se conservan por largas décadas como si hubieran ocurrido recientemente. Tan sólo pueden ser reconocidas como pertenecientes al pasado, privadas de significación y desprovistas de su carga de energía, después de haber sido concienciadas por obra del análisis, y gran parte del efecto terapéutico del tratamiento analítico descansa sobre este hecho"[43].

El centro organizativo de la psiquis, al servicio del Ello, está desempeñado por el Yo. Su papel consiste en dar la mayor satisfacción al Ello dentro de las posibilidades que se encuentran en la realidad, pues el Yo es capaz de hacerse cargo del mundo exterior. Freud se mueve en la órbita kantiana, según la cual no coincide la percepción que el hombre tiene del mundo con lo que el mundo es en sí mismo; por consiguiente, el cometido del Yo no estriba en comprender la esencia íntima de esta realidad externa, sino en acomodar los instintos del Ello, para su satisfacción, dentro de las condiciones de factibilidad. Se desempeña como un adaptador entre los impulsos instintivos y lo real externo.

El Yo representa la organización coherente de los procesos psíquicos. Se asoma en el área de la vida consciente, gobierna la descarga de las excitaciones en el mundo exterior; fiscaliza y reprime todo aquello que juzga imposible o cuya satisfacción pueda resultar un perjuicio a los intereses globales del sujeto; ofrece resistencia a todo lo reprimido que intenta resurgir. Esta última operación se suele ejecutar de modo inconsciente.
El Yo primitivo de la primera infancia, que no se diferencia del Ello, entra en contacto con la realidad del mundo por intermedio de la percepción. Cuando sobrevenga el primer conflicto entre los impulsos del Ello y la realidad, el Yo se opondrá al Ello con una reacción defensiva denominada represión. Se produce, como consecuencia, una antítesis entre el Yo y el Ello, un conflicto interno del sujeto. El Yo pierde el pacífico dominio sobre lo reprimido. Hasta entonces, el Yo era una florescencia del Ello en contacto con la realidad; ahora, después de la represión, el Yo se distingue como un antagonista del Ello, como un representante de la realidad que desune la vida anímica, quebrándose la tranquila continuidad con la base instintiva. El conflicto y la correspondiente oposición surgen del deseo no ejecutado. El Yo debe frenar o postergar un impulso que, para el Ello, no conoce dilación.

El primer Yo, indiferenciado con el Ello, ilimitado en la ejecución de sus deseos, es sumergido en el inconsciente por la represión. Aparece ahora un segundo Yo, conmensurado en los límites del mundo exterior. Este es el Yo propiamente dicho, coherente con sus límites, capaz de controlar o liberar las demandas instintivas.

Según estas premisas, el hombre es un Ello desconocido e inconsciente, pues todos los desdoblamientos y modificaciones introducidos por el Yo tienen un sentido accidental y secundario sobre la sustancia más genuina del ser humano. El área consciente es una apariencia, algo artificial, un factor de distorsión, si lo comparamos con lo que debería ser un verdadero y completo autoconocimiento.

El Yo suele comportarse, en la mayoría de los casos, como un guardia de tráfico, presa del desconcierto, que retiene o deja circular el flujo del deseo, de acuerdo a las posibilidades que percibe en el mundo real. "Se nos muestra el Yo como una pobre cosa, sometida a tres distintas servidumbres y amenazada por tres diversos peligros, emanados, respectivamente, del mundo exterior, de la libido del Yo y del rigor del Super-yo. Tres clases de angustia corresponden a estos tres peligros, pues la angustia es la manifestación de una retirada ante el peligro. En calidad de instancia fronteriza, el Yo opera como mediador entre el mundo exterior y el Ello, intentando adaptar el Ello al mundo exterior y alcanzar en éste los deseos del Ello, por medio de su actividad muscular. Siempre que le es posible, procura permanecer de acuerdo con el Ello, superpone sus racionalizaciones preconscientes a los mandatos inconscientes del mismo, simula una obediencia del Ello a las advertencias de la realidad, aun en aquellos casos en los que el Ello permanece inflexible, y disimula los conflictos del Ello con la realidad y con el Super-yo. Pero su situación de mediador le hace sucumbir también, a veces, a la tentación de mostrarse oficioso, oportunista y falso, como el estadista que sacrifica sus principios al deseo de conquistarse la opinión pública"[44].

El Ello se encuentra por entero en la órbita del principio del placer. El Yo, en cambio, mediante la percepción del mundo exterior, introduce el principio de la realidad que regula las demandas del Ello y utiliza la misma energía que éste le suministra, para contrarrestar los deseos que no pueden ser satisfechos. Se puede decir, por lo tanto, que el Yo hace un empleo de la energía erótica en sentido contrario al del placer inmediato.

Puesto que la represión introduce una separación o pérdida de continuidad entre el Ello y el Yo, es fuente de conflicto interior y de toda clase de enfermedades y perturbaciones. Cuanto más represión, más descontento y aislado vive el Yo, y se hace menos capaz de un auténtico dominio sobre la vida anímica. Este conflicto suele ser inconsciente, pues en el proceso represivo queda sepultada además una parte del Yo: una parte del Yo es también un Yo reprimido que se hunde en el inconsciente. "En el curso de nuestro desarrollo, hemos realizado una diferenciación de nuestra composición psíquica en un Yo coherente y un Yo inconsciente, reprimido, exterior a él, y sabemos que la estabilidad de esta nueva adquisición se halla expuesta a incesantes conmociones. En el sueño y en la neurosis, dicho Yo desterrado, intenta, por todos los medios, forzar las puertas de la conciencia, protegidas por resistencias diversas, y en estado de salud despierta, recurrimos a artificios particulares, para acoger en nuestro Yo, lo reprimido, eludiendo las resistencias y experimentando un incremento de placer"[45]. Freud, por intermedio del psicoanálisis, pretende salvarlo, recomponiendo lo mejor posible su continuidad con el Ello: el Yo podrá adueñarse con más solvencia de los impulsos instintivos y reinará una cierta armonía entre las diversas instancias o regiones del psiquismo.

El Yo consciente de sus límites se halla, en cierto modo, en contraste consigo mismo, con su disposición primitiva continuada del Ello e indefinidamente ampliable en los objetos de placer. En esta circunstancia, surge un nuevo desdoblamiento: el Super-yo, concentración suprema de la instancia represora, representante de los padres, de la autoridad, de la tradición, de los educadores, modelamiento psíquico que equivale a la conciencia, a la ley moral y a Dios.
El Super-yo no se genera solamente en el curso de la vida individual, acumula una herencia que se remonta hasta el padre de la horda primitiva. Cuanto más vehemente es el deseo erótico —incestuoso, en este caso—, más enérgica debe ser la represión. Como fuerza represiva, el Super-yo es la exacta contrapartida de los impulsos más poderosos del Ello. Cuando el Yo no consigue el completo sojuzgamiento del complejo de Edipo, el Super-yo aporta el refuerzo. La misma energía que traen consigo los impulsos incontenibles del Ello, es empleada por el Super-yo en sentido contrario, como reacción defensiva inconsciente.

"Cuando en un ser humano el Ello tiene una exigencia instintiva de naturaleza erótica o agresiva, lo más sencillo y lo más natural es que el Yo, que gobierna el mecanismo del pensamiento y el aparato muscular, satisfaga las demandas mediante una acción. Esta satisfacción del impulso del instinto proporciona un placer al Yo, de la misma manera que su incumplimiento sería una fuente indudable de disgusto. Pero puede ocurrir que el Yo, teniendo en cuenta obstáculos externos, omita la satisfacción del instinto, particularmente cuando comprende que la acción correspondiente podría provocar un grave peligro para el Yo. Tal incumplimiento del deseo, la renuncia al impulso del instinto, debido a impedimentos exteriores o, como nosotros decimos, en obediencia al principio de la realidad, en ningún caso se acompaña de placer. La renuncia al impulso instintivo tendría, como consecuencia, una persistente sensación de desagrado, y cuando no se logra su satisfacción la misma intensidad del impulso instintivo disminuye por un desplazamiento de energía. La renuncia al impulso instintivo puede ser debida también a otros motivos que justificadamente denominamos interiores. En el curso del desarrollo individual una parte de las fuerzas inhibidoras del mundo exterior se interiorizan y forman en el Yo un distrito que se opone a los restantes, merced a sus facultades observadoras, críticas y prohibitivas. Nosotros denominamos a este nuevo distrito el Super-yo. Antes de que el Yo se disponga a satisfacer los instintos del Ello, no sólo tiene en cuenta los peligros del mundo exterior, sino también las objeciones del Super-yo, que le dan motivos para no atender a las exigencias de los impulsos instintivos. Ahora bien, mientras la renunciación debida a causas externas es siempre desagradable, la basada en móviles internos, la obediencia al Super-yo, tiene otro efecto. Aparte del inevitable desagrado, provoca en el Yo un placer, una, por así decir, satisfacción substitutiva. El Yo se siente ensalzado, orgulloso de haber tenido el gran mérito de renunciar al instinto. Creemos comprender el mecanismo por el cual se obtiene ese placer. El Super-yo es el sucesor y representante de los padres y educadores que dirigen al individuo en los primeros períodos de su vida y prosigue las funciones de ellos, casi sin modificaciones. Mantiene al Yo en una persistente dependencia y ejerce sobre él una continua presión. El Yo es asistido en la misma forma que lo había sido en la infancia, desea ser querido por su soberano, estima su aprobación como un halago y su reproche como un remordimiento. Cuando el Yo sacrifica un instinto obedeciendo al Super-yo, espera, como recompensa, ser más querido. La conciencia de merecer este afecto se manifiesta en forma de orgullo".

"En la época en que la autoridad todavía no se había interiorizado para constituir el Super-yo, la relación entre la amenaza de perder el afecto y la exigencia del instinto podía ser la misma. Cuando por cariño a los padres se renuncia a un instinto, se obtiene una sensación de seguridad y placer. Esta encomiable sensación sólo puede adquirir el particular carácter narcisista del orgullo cuando la autoridad viene a constituir una parte del Yo"[46].

Como la historia humana no se cierra en el ámbito de la existencia individual, cada uno de nosotros arrastra una herencia ancestral. En el Ello de cada individuo sedimentan los sucesos del Yo perpetrados por las generaciones anteriores; de ahí que el análisis freudiano del inconsciente rastrea ambiciosamente toda la historia, hasta nuestros antepasados más remotos, pues la formación del Yo en cada individuo desciende de las antiguas formas del Yo protagonizadas por aquéllos.

"Tampoco debemos suponer demasiado rígida la diferencia entre el Yo y el Ello, olvidando que el Yo no es sino una parte del Ello, especialmente diferenciada. Los sucesos del Yo parecen, al principio, no ser susceptibles de constituir una herencia, pero cuando se repiten con frecuencia e intensidad suficientes en individuos de generaciones sucesivas, se transforman, por decirlo así, en sucesos del Ello, cuyas impresiones quedan conservadas hereditariamente. De este modo, abriga el Ello en sí, innumerables existencias del Yo, y cuando el Yo extrae del Ello su Super-yo, no hace, quizá, sino resucitar antiguas formas del Yo".

"La historia de la génesis del Super-yo nos muestra que los conflictos antiguos del Yo con las cargas de objeto del Ello, pueden continuar, transformados en conflictos con el Super-yo, heredero del Ello. Cuando el Yo no ha conseguido por completo el sojuzgamiento del complejo de Edipo, entra de nuevo en actividad la energía de carga, procedente del Ello, actividad que se manifiesta en la formación reactiva del ideal del Yo. La amplia comunicación del ideal del Yo con los sentimientos instintivos inconscientes nos explica el enigma de que el ideal pueda permanecer en gran parte, inconsciente e inaccesible al Yo. El combate que hubo de desarrollarse en los estratos más profundos del aparato anímico y al que la rápida sublimación e identificación impidieron llegar a su desenlace, se continúa ahora en una región más elevada"[47].

Como el Super-yo es también una formación reactiva ante la libido del Ello, y esta energía es en parte inconsciente, existe asimismo un Super-yo heredado que puede permanecer inconsciente e inaccesible al Yo. "El Yo se enriquece con la experiencia del mundo exterior propiamente dicho, y tiene en el Ello otra especie de mundo exterior, al que intenta dominar. Sustrae libido de él y transforma sus cargas de objeto en formas propias. Con ayuda del Super-yo, extrae del Ello, en una forma que aún nos es desconocida, la experiencia histórica en él acumulada"[48].

Ya hemos señalado que el Yo se encuentra en una situación difícil, tironeado por las exigencias del Ello, por un lado, y del mundo exterior y del Super-yo, por otro. "Todos sus movimientos son vigilados por el severo Super-yo que mantiene ciertas normas de conducta sin consideraciones a cualquier dificultad que proceda del Ello o del mundo exterior. Y si estas normas no son aceptadas castiga al Yo con la tirantez de las relaciones que se manifiestan como un sentimiento de inferioridad y de culpa. De esta forma, aguijoneado por el Ello, cercado por el Super-yo y contrariado por la realidad, el Yo se esfuerza por realizar su tarea de vencer las fuerzas e influencias que actúan en él y sobre él, buscando alguna forma de armonizarlas. Se comprende, pues, que muchas veces no pueda reprimirse la exclamación: No es fácil vivir".

"Cuando el Yo se ve forzado a reconocer su debilidad, estalla la angustia: angustia material frente al mundo exterior, angustia moral frente al Super-yo y angustia neurótica frente a la fuerza de las pasiones del Ello"[49].

A pesar de todo esto, en los momentos de frenesí orgiástico propio de las fiestas, se infringen las prohibiciones, y el Yo ocupa los espacios vedados, con la típica pérdida de la cordura y de la coherencia. "Podemos admitir perfectamente, que la separación operada entre el Yo y el ideal del Yo, no puede tampoco ser soportada durante mucho tiempo y ha de experimentar, de cuando en cuando, una regresión. A pesar de todas las privaciones y restricciones impuestas al Yo, la violación periódica de las restricciones constituye la regla general, como nos lo demuestra la institución de las fiestas, que al principio no fueron sino períodos durante los cuales quedaban permitidos por la ley todos los excesos, circunstancia que explica su característica alegría"[50]

El hombre freudiano es un ser dividido, y aunque el Yo se yergue como la instancia unificante que presta coherencia a los impulsos, su unidad es artificial, falsa, distorsionante de los componentes instintivos del sujeto: unifica parcialmente sin rescatar todo ese continente sumergido del Ello. Por su lado, el Ello caótico no puede expresar lo que quiere. "El Ello carece de medios para testimoniar al Yo amor u odio. No puede expresar lo que quiere ni constituir una voluntad unitaria. En él combaten el Eros y el instinto de muerte. Podemos, así, representarnos, que el Ello se encuentra bajo el dominio del instinto de muerte, mudo pero poderoso, y quiere obtener la paz acallando, conforme a las indicaciones del principio del placer, al Eros perturbador"[51].

En la antropología cristiana, respondiendo libremente a la invitación divina, el hombre debe vincularse con Dios y trascender los confines del mundo creado. Esa trascendencia no supone necesariamente abandono o separación de la sensibilidad, sino que ilumina y libera todo el sentido del universo sensible.

Después del pecado, la voluntad se debilitó en su orientación trascendente, los sentimientos y los deseos se precipitaron en la confusión, y el hombre se convirtió en fácil presa de ilusiones y sugestiones. Al margen de Dios, se invierte el sentido de la sensibilidad, pues el disfrute sensible se antepone y sustituye a lo real. Para Freud el hombre no tiene vocación de realidad, simplemente busca el desahogo de sus afanes de placer ante una realidad opositora; aunque el Yo efectúe un acomodo precario, nunca concuerda con el Ello, y los deseos sólo se realizan parcialmente.

En la antropología cristiana, la voluntad libre es principio apetitivo: la persona se caracteriza como capaz de autodominio y autoposesión, pero también puede abandonar el ejercicio de su soberanía, dejando que la sensibilidad navegue al garete. Sin embargo, el apetito sensible sigue enraizado en la voluntad, por más que ésta abdique de su superior iniciativa.

La insuficiente integridad de la persona es consecuencia del pecado, pues su unidad interior reside en la entrega y comunión con Dios. El pecado original invirtió el significado del placer: lo que debía ser consecuencia se puso en el lugar de la premisa.
El gozo verdadero proviene de la plenitud, de la perfecta comunicación con la realidad, ante todo con la realidad de Dios. Todas las formas de sintonía con lo real, engendran algún tipo de placer. La armonía perfecta es la unión con Dios, cuyo signo incuestionable es la felicidad, donde todo el ser humano, cuerpo y espíritu, arribará a la máxima expresión del gozo. En el pecado, se invierten los términos: se anticipa la fruición —el gusto de la fruta— como medio indispensable para obtener la plenitud vital del conocimiento.

El placer sexual reviste un elocuente significado de totalidad, porque reclama la participación de todo el cuerpo. Pero no hay totalidad en lo humano sin la plena comunión de las personas que, a su vez, no puede realizarse sino dentro de la comunión con Dios. Cuando el placer no representa una totalidad verdadera, defrauda a la persona y, entonces, su significación puede fácilmente quedar vinculada a la muerte y a la nada.
Freud no asigna al instinto ningún objeto definido, cualquiera puede ser útil si reditúa algún placer. La única tendencia esencial del instinto es la descarga de la energía erótica que, de efectuarse en su totalidad, dejaría al organismo vivo en un estado inerte. Así, el instinto como tendencia fundamental hacia lo inanimado apareja la idea de que su evolución no persigue ningún proyecto; es decir, el itinerario que la libido recorre para sus descargas y satisfacciones, no corresponde a ningún logos que le sea propio. Se modifica por causas ajenas y extrañas a su impulso, como la repugnancia, el pudor y la moralidad. La libido carece de logos, de sentido intrínseco; simplemente, se halla sometida a restricciones desde los albores de la humanidad, derivadas del sojuzgamiento de un individuo sobre los demás, o de todos sobre todos, que, en el mejor de los casos, obedecen a la necesidad de compatibilizar los instintos entre los diversos individuos.

Para Freud, el Ello, sede del instinto, es la instancia primaria; los otros elementos de la estructura psíquica consisten en formas derivadas y reactivas respecto al Ello. Parecería que el fin primario del hombre es la satisfacción libidinosa en el orden orgánico; lo demás asume el carácter de objeto substitutivo: los vínculos afectivos de ternura, el arte, el conocimiento científico, la vida mística, etc. Amistad y ternura son formas de afecto que nacen cuando la tendencia sexual ha sido coartada en su fin directo. El deseo de saber y la investigación científica provienen de la sublimación del apetito sexual.

Las enfermedades nerviosas germinan tras haber negado a la libido su objeto real. En el caso de las neurosis de transferencia, por ejemplo, la libido retrocede hacia un objeto de la fantasía o a un objeto reprimido de una fase anterior del desarrollo sexual.
Freud atribuye gran importancia a los símbolos sexuales, detectándolos por todas partes, pero el símbolo se transmuta en algo absoluto. En el inconsciente femenino, por ejemplo, la imagen del hijo o del marido simbolizan el pene, y no al revés.
Desde la fe cristiana, podemos llegar a comprender que, en la lógica del pecado, la misma realidad fue sustituida por el goce sensible, de manera que este goce y los objetos que lo representan son perseguidos como fin último, convirtiéndose la criatura en algo mágico y alucinatorio; y la poderosa carga simbólica del sexo es invertida hasta el punto que todo alude al sexo, pero éste no se refiere a nada, reduciéndose a la categoría de ídolo, dios mudo, que no remite a ninguna realidad trascendente.

En la antropología cristiana, el fin de la existencia es la unión con Dios que abraza todas las dimensiones de la vida. El amor a Dios, lejos de ser una forma sustitutiva de lo sexual, constituye su significación más profunda, pues la sexualidad, como expresión física de la unión creadora entre hombre y mujer, no agota su significado en sí misma; más bien, es el signo sensible más evidente de la vocación esencial de la criatura humana: la unión con Dios. El hombre necesita descubrir y realizar la plenitud de significado que su sexualidad reclama, en cuya ausencia experimenta el vacío existencial con elocuente dramatismo.

El hombre es libre; el horizonte intencional de sus actos es de amplitud infinita, a diferencia de los animales que no tienen ese horizonte infinito en la intención de su actuar y les basta conducirse por el instinto. Freud afirma que el instinto no tiene un objeto definido.

Ciertamente el hombre no es un animal de instinto; goza de un principio o guía superior, su propio espíritu, inteligencia y voluntad, capaz de conocer la verdad y de encaminarse con ese criterio.



Notas

[42] Moisés y la religión monoteísta p. 113, Losada, Buenos Aires 1945.
[43] WAELDER, Robert: Anatomía de la mente y objeto del psicoanálisis, en el pensamiento vivo de Freud, Editorial Losada, Buenos Aires 1947, p. 164.
[44] El Yo y el Ello, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[45] Psicología de las masas y análisis del Yo, p. 88, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[46] Moisés y la religión monoteísta p. 158, Losada, Buenos Aires 1945.
[47] El Yo y el Ello, p. 271, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[48] El Yo y el Ello, p. 292, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[49] WAELDER, Robert: Anatomía de la mente y objeto del psicoanálisis, en el pensamiento vivo de Freud, p. 171, Editorial Losada, Buenos Aires 1947.
[50] Psicología de las masas y análisis del Yo, p. 88, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.
[51] El Yo y el Ello, p. 296, en Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 1924.

 

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