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Dios y las artes del hogar
Meditaciones en las abundantes referencias que el Evangelio hace a este ámbito de las artes del hogar


Por: Pablo Prieto | Fuente: http://www.darfruto.com



Las artes domésticas son esa compleja trama de servicios, competencias, destrezas, actitudes, hábitos, tradiciones, ritos, etc., con los cuales el hogar toma conciencia de sí, configura su rostro y celebra su hermosura. En estas tareas la familia aparece como lo que es: comunión de personas y, en palabras de Juan Pablo II, “primera y fundamental realización de la Iglesia”. Se trata, por otra parte, del trabajo ejercido por más personas en el mundo, sobre todo mujeres, y que esconde una mina de valores humanos y sabiduría pocas veces reconocidos como merecen. ¿Cómo no meditar, por tanto, las abundantes referencias que el Evangelio hace a este ámbito de la vida? No sólo en su trabajo escondido en Nazaret sino también en sus discursos y parábolas, Jesús demuestra una exquisita sensibilidad doméstica, la misma que emplea para fundar su Iglesia e imprimir en ella aire de hogar. ¿Y María? ¿Acaso su papel de corredentora no está íntimamente unido a su oficio de ama de casa?

Una advertencia: empleamos en estos textos la expresión “ama de casa” y otras similares en un sentido muy amplio, que incluye a todo miembro de la familia en cuanto responsable de la realización práctica del hogar, ya sea varón o mujer. Ciertamente la mujer personifica el hogar de modo especial, en virtud de cierto simbolismo inherente a su persona. No por eso, sin embargo, la casa deja de ser incumbencia de todos. Sólo colaborando cada uno según sus circunstancias el hogar resplandece como lo que es: organismo vivo, comunión de personas, y primera y fundamental realización de la Iglesia.

Un desarrollo más filosófico de estos temas puede encontrarse en la sección Inventando el hogar.

Estos textos son un testimonio de admiración y agradecimiento hacia las personas que se dedican a estas labores, y en especial a las que atienden la Administración doméstica en los Centros del Opus Dei.

Índice

Maternidad y colaboración

Un solo corazón

Vocación de nido

Gestar y alumbrar

El regazo materno

Servir y reinar

Inventar el espacio

Administrar el tiempo

Abrir y recibir

Artesanía

La limpieza

Medir y contar

La ropa

La cocina y la mesa

ORACIÓN PARA OFRECER EL TRABAJO DOMÉSTICO

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Comentarios al autor: pabloprieto100@hotmail.com


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Maternidad y colaboración

Una mujer hacendosa ¿quién la hallará? Vale mucho más que las perlas… (Proverbios 31, 10).— El trabajo doméstico expresa y realza admirablemente el genio femenino, pues la mujer personifica el hogar, y lo convierte en prolongación de su regazo.

Ahora bien, esto que atribuimos a la mujer en el plano de lo simbólico e ideal nos incumbe a todos en el plano de lo práctico e inmediato. Cada uno a su modo y según sus circunstancias, está implicado en esta trama de servicio, respeto y delicadeza que son las tareas del hogar. ¿Cómo responder si no a la llamada que Dios nos dirige a través de todo corazón materno? ¿Cómo ingresar en el regazo de Él sin comprometerse activamente en el de ella?

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Dándole el pecho, la mujer es para su hijo cocina, cocinera, alimento y recipiente al mismo tiempo. En este gesto resplandece la majestad de la mujer. ¿Y qué son las labores domésticas sino una prolongación, en el espacio y el tiempo, de esta función estrictamente materna? ¿Qué otra cosa es un hogar sino un regazo?

Aunque al varón también incumban las tareas del hogar, porque así lo dicta la justicia y la caridad, lo cierto es que el espíritu materno lo informa todo, como el ungüento del Evangelio: La casa se llenó de la fragancia del perfume (Jn 12, 3)...

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Vi también la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo de junto de Dios, ataviada como una novia que se engalana para su esposo. Y oí una fuerte voz procedente del trono que decía: He aquí la morada de Dios con los hombres. (Al final de los tiempos, Apocalipsis 21, 2-3).— La Sagrada Escritura presenta la morada definitiva y perfecta en forma de mujer. Y nuestra morada terrena y temporal, ¿acaso no participa de algún modo en este designio? El hogar, en efecto, es un cierto misterio femenino que envuelve y rebasa a la mujer misma que habita en él.

Ahora bien, ¿qué misterio es este sino la Iglesia, es decir, la comunión de toda clase de personas, varones y mujeres? Somos por tanto todos los miembros de la familia, y no sólo la madre, los que hacemos patente este signo divino que es el hogar: una maternidad hecha de complementariedad.

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Y el discípulo la recibió en su casa. (Juan junto a la cruz, Jn 19,27).— Recibir a María no es sólo ofrecerle un hogar sino convertirse uno mismo, por Ella, en hogar para los demás, hacerse instrumento de su fuerza materna de atracción. En el hogar de Juan Ella actúa a través de sus manos varoniles.

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Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí a mi madre y mis hermanos. (Mt 12, 49).— El cariño que vivió en su hogar lo extiende ahora a sus discípulos. Y aquella casita de pueblo se ha vuelto universal, eterna e indestructible. La Iglesia tiene aire de hogar.

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Prejuicios acerca de la mujer al volante.— Es más difícil y más importante conducir un hogar que conducir un vehículo. En el hogar el varón suele estrellarse con más frecuencia.

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Lo doméstico es ecléctico y sincrético. Como un guiso, integra elementos dispares pero respetando el sabor de cada uno: lo técnico, lo artístico, lo económico, lo pedagógico, lo ético, lo lúdico y lo catequético. No revuelve: combina. No confunde: conjuga. No iguala: armoniza.

Un solo corazón

Todo el que oye estas palabras mías y las pone en práctica, es como un hombre prudente que edificó su casa sobre roca (Mt 7, 24).— Cierto, las palabras de Jesús forman una casa, pero también la casa cristiana es, ella misma, palabra viva del Señor: verbo tangible y habitable, síntesis de ladrillos y corazones, de utensilios y biografías. Todo ello proclama a Cristo con más elocuencia que el mejor sermón.

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...Y su voz era como el estruendo de muchas aguas (Apocalipsis 1, 15).— Como una cascada, incesante novedad en la permanente identidad: así es Cristo. Infinitos matices tiene su voz, eternamente fiel es su Persona.

Ofreciendo a Dios su trabajo, el ama de casa traduce este misterio al lenguaje multiforme y variadísimo del hogar. Así, a través de la humilde voz de las cosas —enseres, muebles, utensilios— Cristo proclama su Evangelio. Él, Palabra divina, nos interpela con todos los sonidos, colores, tactos, movimientos y sabores de nuestra propia casa.

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El Espíritu del Señor llena la tierra y, como da consistencia al universo, no ignora ningún sonido (Sabiduría 1, 7).— Cada tarea tiene su voz, dice a su modo el mismo mensaje. Limpieza, cocina, niños, office, planchero, lavandería, compras, etc. se ejercen cada cual según su técnica propia, con su “sonido” espiritual característico, pero todo se íntegra en una música común, al modo de los instrumentos de una orquesta.

¡Lástima que no todos sepan escuchar el hogar, ni todos están dispuestos, al menos, a intentarlo…!

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Recoged los trozos que han sobrado para que nada se pierda (Jn 6, 12).— Preparar y recoger; disponer y retirar; sacar y guardar; poner y quitar: es el ritmo de la casa, su latido constante, su pulso vital. Sin esta sístole y diástole silenciosa el organismo familiar desfallecería. Menos mal que la administración doméstica, verdadero corazón de la familia, renueva la sangre común y la bombea a todos los miembros. Nuestra vida está en sus manos.

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El ama de casa tiene un fonendoscopio que lo aplica a todo: la cocina, las cuentas, la ropa, la limpieza, la decoración, las plantas… En todos los rincones percibe el latido de un único corazón: la familia. Y el amor afina su oído de doctora y cirujana, para detectar la mínima enfermedad y curarla.

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Lo doméstico es ecléctico y sincrético. Como un guiso, integra elementos dispares pero respetando el sabor de cada uno: lo técnico, lo artístico, lo económico, lo cívico, lo pedagógico, lo ético, lo lúdico y lo catequético. No revuelve: combina. No confunde: conjuga. No iguala: armoniza.

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Y su madre conservaba todas estas cosas en su corazón (Lc 2, 51).— Conservaba las palabras y acciones de Jesús conservando sus cosas, velando por su bienestar, gobernando su casa. Guardaba el alma del Hijo a base de cuidar diligente, primorosamente, de su cuerpo.

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No se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa (Mt 5, 15).— Esta luz que permite vernos las caras unos a otros tiene, ella misma, rostro y nombre propios: Cristo. Y el candelero que la sostiene es también realidad viva y personal: nosotros, toda la familia, cuando colaboramos en el hogar.

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Suponiendo que iba en la caravana, hicieron un día de camino buscándolo entre parientes y conocidos. (Jesús perdido en Jerusalén, Lc 2, 44).— En la caravana de la vida parientes y conocidos compartimos muchas cosas: cultura, fe, tradiciones, recuerdos, vecindad, compromisos, penas, alegrías… Aunque diversos en edad, carácter y condición, formamos entre todos aquel ámbito donde el hombre crece y se abre a la vida.

Buscándolo entre parientes y conocidos… ¡Sí, por aquí hay que empezar! Para encontrar a Cristo en el Templo, empieza buscándolo en tu casa. Investiga primero en la familia y acabarás hallándolo en el altar…

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Y extendiendo su mano hacia sus discípulos dijo: He aquí a mi madre y mis hermanos (Mt 12, 49).— El cariño que vivió en su familia lo extiende ahora a sus discípulos. Y aquella casita de Nazaret se ha vuelto universal, eterna e indestructible. La Iglesia tiene aire de hogar.

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Más ideas sobre la vocación femenina en Iglesia, mujer hogar

Vocación de nido

Vocación de nido.— Nido no es cama, ni sofá con mullidos cojines, donde uno se amuerma perezosamente. Nido es el lugar donde se está lo justo para nacer, para crecer, y para aprender a volar: para perderle miedo a la altura, y lanzarse finalmente al cielo.

De ahí que la madre tenga vocación de nido. La mujer anida a los hijos, al marido, y a todos a cuantos ella prohíja con su amor, que no es ablandarlos con mimos y comodidades. El nido es esa rara forma de ternura que cría fortaleza, de suavidad que produce reciedumbre, de protección que incita al valor: ¡al valor de volar!

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Y la madre de Jesús estaba allí (En las bodas de Caná, Juan 2,1).— María está dondequiera que haya un hogar. En él Ella hace revivir el misterio de la Encarnación, alumbra a Cristo en nosotros, lo cría y lo lleva a su madurez. Pero ese allí, o sea la casa, hemos de realizarlo nosotros con la convivencia y el trabajo.

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Y María conservaba todas estas cosas ponderándolas en el corazón (Lc 2, 19).— En el hogar todo se guarda, todo se recoge, todo se aprovecha, como las sobras de la multiplicación (cfr Lc 9, 17). Pero no es obsesión maniática, ni se conservan las cosas de cualquier modo, sino asociando cada una a la acción humana que le confiere sentido: la fiesta, el juego, la comida, el descanso, la enfermedad. La madre vivifica cada objeto que ordena, haciéndolo crecer en humanidad. Su conservar es, en cierto modo, gestar.

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Y guardaba todas estas cosas…— Su modo de “guardar” a Jesús era “guardar” sus cosas, administrar todo aquello con que hace su vida: la educación, las costumbres de familia, la comida, la ropa… Cuidando lo que rodea al Hijo, la Madre lo retiene y lo ingresa en su corazón.

Las técnicas y destrezas del hogar son ejercicio de interioridad, pues despiertan el aprecio y la indulgencia hacia aquellos que atendemos. El auténtico servicio, aun en lo más prosaico y material, significa incorporar al prójimo en la propia vida. El cuidado de los enseres nos introduce en sus usuarios. Cuando hay amor de Dios el camino de la utilidad desemboca en la misericordia.

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Toma al niño y a su madre y huye. (El ángel a José, Mt 2, 13).— ¿Y cómo “tomar” a las personas si no es tomando aquellos objetos con que hacen la vida? Por consiguiente José cargó el burro con enseres, ropa, comida, herramientas, dinero, etc., en una palabra, la casa misma reducida a lo indispensable. Pues “tomar” a las personas es en definitiva hacerse con la casa donde viven.

Pues bien, aparte de cargarla en el burro existen otras formas de “tomar” la casa, y con ella a sus habitantes: administrándola, arreglándola, limpiándola, proveyéndola de lo necesario…

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El Reino de los Cielos es semejante a la levadura que toma una mujer y mezcla con tres medidas de harina, hasta que todo fermenta (Mt 13, 33).— Esta masa representa todas las faenas domésticas. Mediante ellas la mujer toma en sus manos la casa misma, y con ella a sus moradores. Añadiendo la levadura de su feminidad, humaniza esta masa doméstica, la informa con su espíritu, la vuelve elástica, homogénea, sabrosa. Hace, en definitiva, como Dios con el barro primigenio, del que sacó al hombre.

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Me disteis de comer…, de beber…, me acogisteis…, me vestisteis…, me visitasteis… (Mt 25, 35-36).— La parábola del Juicio Final hace depender la salvación eterna de cosas tales como proporcionar comida, bebida, vestido, compañía, asistencia sanitaria, etc., de modo que las demás obras meritorias deben parecerse a éstas para serlo. La atención al prójimo en su corporeidad se presenta aquí como paradigma de toda obra digna de recompensa divina. No es de extrañar ya que, desde la Encarnación hasta el fin de los tiempos el cuerpo humano es el eje de la Redención: caro salutis est cardo, decían los primeros cristianos: la carne es quicio de la Salvación.

Esta verdad ilumina el valor espiritual de las tareas domésticas, que se encuentran admirablemente reflejadas en la parábola evangélica (comida, bebida, asistencia, curación). En estos trabajos, sencillos y modestos, los cristianos encontramos la pedagogía suprema del misterio Cristo.

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Quien pierda su vida por amor a mí la encontrará (Mt 10, 39).— Administrar es al mismo tiempo poseer y dar; es conservar lo que se tiene a fuerza de entregarlo.

Este milagro, tan característico del hogar, sólo se cumple plenamente de un modo: por amor a mí, es decir, amando en Cristo y por Cristo a cada miembro de la familia.

Gestar y alumbrar

En el vientre materno te escogí (Jeremías 1, 4-5).— Elegir a alguien en el vientre materno significa elegirlo por entero y para siempre. Tomarlo en su origen es tomarlo en su fin. Allí es donde resuena por primera vez la voz de Dios, que habla con esa palabra de carne que es el cuerpo de la mujer. Por eso el seno materno es figura y antesala de la Iglesia, y lugar por antonomasia de la vocación.

La mujer embarazada intuye esta verdad cuando cuida de su cuerpo y de su alma exquisitamente. Con su salud, su pureza, sus virtudes, ella custodia y venera la vocación de su hijo y prepara su cumplimiento.

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Isabel concibió y se ocultaba durante cinco meses, diciéndose: Así ha hecho conmigo el Señor, en estos días en los que se ha dignado borrar mi oprobio entre los hombres. (Lc 1, 23-25).— La maternidad abre en la mujer un nuevo filón de su intimidad, una veta de sí misma que le maravilla y hasta le abruma. Por eso Isabel se esconde pudorosamente, no para proteger al niño, que aún no ha nacido, sino a esta tierna y dulce criatura que acaba de alumbrar, y que es ella misma. Nueve meses antes que su hijo, ella ha nacido, débil e inerme, a su propia maternidad.

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Isabel concibió y se ocultaba…— Se recoge en su casa como su hijo se recoge en su cuerpo. Para acoger a quien lleva dentro ella necesita vivir hacia dentro. El cultivo de la interioridad hace crecer a las personas dentro de nosotros.

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La primera habitación es el cuerpo de la madre. Todos los demás espacios que el arte doméstico amplía, amuebla, decora y limpia son prolongación de este primero y originario. Junto con el hijo, la madre también engendra el espacio humano que debe llenar.

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No había sitio en el mesón (Lc 2, 7).— El espacio y el tiempo son inventos del amor. Quien ama hace sitio, quien ama saca tiempo.

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En cuanto oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó de gozo en su seno (Lc 1, 41).— La que oyó fue ella, pero el que saltó fue él. ¿Pues cómo iba a oír el niño si aún no había nacido? Sin embargo oye por los oídos de su madre, hecho un solo cuerpo con ella.

Esto es propio de toda madre: escuchar para los otros, ser el oído del hijo, del esposo, del pariente. En ella Dios habla a cada miembro de la familia, a través de ella el Cielo penetra en esa especie de seno materno que es el hogar.

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Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos el niño saltó de gozo en mi seno (Lc 44).— Dios se anticipa a la madre, y la madre al hijo. Este es el orden misterioso que rige la vida de familia, y desde ella, toda la sociedad. Profética por naturaleza, la mujer entiende más, llega antes, acierta mejor.

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La ballena de Jonás (Jon 2, 1-11).— La casa se “come” no sólo la comida, sino el dinero, las fuerzas, el tiempo, la limpieza (pues hay que repetirla), la ropa (pues hay que renovarla), los electrodomésticos (pues hay que repararlos) y tantas otras cosas. Parece una gran boca ávida, que amenaza con devorar a sus habitantes.

Sin embargo no es así. Vividas con sacrificio y creatividad, estas labores engrandecen a quien las realizan. Parecen engullirnos en un primer momento pero luego, como la ballena de Jonás, nos restituyen fortalecidos y con afán de conquista. El hogar parece que gasta pero en realidad gesta.

El regazo materno

Y se apoderó de todos sus vecinos el temor y se comentaban: ¿Qué pensáis ha de ser este niño? (Lc 1, 65).— Todo bebé suscita la misma pregunta. No es sólo ¿qué hará? ¿Cómo será? ¿A quién se parecerá? Sino algo más radical: ¿Quién será mañana? ¿Quién promete ser? Ciertamente ya es una persona, pero su identidad está aún por revelarse y cumplirse: es una incógnita.

Por eso el recién nacido representa lo más genuino de la condición humana: su estado de indigencia e inacabamiento. Ser hombre es estar siempre en trance de serlo y en peligro de no serlo.

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Pannis involutum, velatum sub carne vidébimus (Himno Adeste Fideles).— Lo vemos involutum y velatum, envuelto en pañales y velado por la carne. Y a pesar de esta doble envoltura, es más, precisamente por ella, se nos hace patente el misterio de la Encarnación. Los pañales de la Virgen, en efecto, lejos de oscurecer el misterio de esta carne, la honran y la confiesan como divina.

¿Y qué son los pañales sino la síntesis y la semilla del hogar entero? Todo el trabajo de María en Nazaret envuelve a Cristo y lo entrega a las almas, lo vela y lo revela.

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Abriendo los ojos en Belén el Verbo encuentra en María un trasunto femenino del Padre Eterno. Análogamente sucede con todo recién nacido. El Cielo de un bebé es la cara de su madre.

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Como niños recién nacidos apeteced la leche del Espíritu (1 Pedro 2, 2).— El recién nacido entiende más por el tacto que por la vista, y por eso mamar equivale para él a conocer: conoce a mamá mamándola, el bebé se bebe a su madre, y sabe quién es porque sabe a qué sabe…

La salvación se administra exactamente de la misma forma: el regazo de Dios lo encontramos en la Iglesia, nuestra Madre nutricia, que nos da a beber la leche de la Gracia. Por eso toda madre que amamanta un hijo es signo de Dios que salva al mundo.

Servir y reinar

Vio a la suegra de Pedro en cama con fiebre; la tomó de la mano y le desapareció la fiebre. Entonces ella se levantó y se puso a servirle (Mt 8, 14-15).— Se levanta porque ha contemplado a Jesús y le sirve para seguir contemplándolo. La mirada que la ha sanado, la mano que la levantó de la postración ¿cómo mantenerlas sin labrarlas, sin traducirlas en trabajo? El servicio, sobre todo en las cosas de la casa, es signo y fruto de la contemplación.

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Santo Rosario, segundo misterio gozoso: “La sustitución de Nuestra Señora a su prima santa Isabel”.— Más que una visitación, en efecto, lo que hace María en casa de su prima, anciana y débil, es suplirla en los diversos trabajos de la casa, ponerse en su lugar. Ahora bien, con tanta discreción y delicadeza, con tanta alegría y naturalidad, que parecía disfrutar con el trabajo aunque en realidad era duro y pesado.

Así sucede siempre en el hogar: la auténtica sustitución parece una visitación.

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María permaneció con ella unos tres meses y se volvió a casa. (Lc 1, 56).— Se quedó lo necesario, ni un minuto más, para que la gloria recayera en sus parientes y no en ella.

Ir, servir, y salir es también la norma que preside tanto el oficio doméstico como el ministerio sacerdotal.

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Le acompañaban los doce y algunas mujeres: María, llamada Magdalena…, y Juana … y Susana, y otras muchas que le asistían con sus bienes (Lc 8, 1-3).— Con sus bienes, porque servir más que dar lo que se tiene es emplearlo sabiamente. El verdadero desprenderse es comprometerse.

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Había también unas mujeres … las cuales, cuando estaba en Galilea, le seguían y le servían (Al pie de la Cruz, Mc 15, 40-41).— Le servían siguiéndole; era un servicio en movimiento, con una dirección y un sentido. Porque el mejor modo de seguir es servir. Así lo demostraron estas mujeres, las primeras al pie de la Cruz. Quien comienza sirviendo acaba llegando.

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Y la madre de Jesús estaba allí. (Bodas de Caná, Jn 2, 1).— Ante todo estaba. Es cierto que también hacía, pero su labor diligente —atender a los invitados, ayudar en las comidas, dirigir a los sirvientes— pasaba inadvertida.

Esta exquisita discreción es característica del oficio doméstico. La actividad se recapitula en la presencia; el hacer se reabsorbe en el estar. Se hace lo que se debe para que las personas sean lo que son.

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El maestresala probó el agua convertida en vino sin saber de dónde provenía (Jn 2, 8).— Un sabor sin saber: un gusto delicioso cuya fuente secreta se nos escapa.

Así la Administración doméstica: el velo de lo ordinario cubre pudorosamente lo extraordinario para que el milagro resulte así más divino.

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… sin saber de dónde provenía, aunque los sirvientes que sacaron el agua sí que lo sabían (Jn 2, 9).— ¿Por qué lo callaban? ¿Acaso el Maestro se lo ordenó? Más bien la reverencia ante lo divino les inspiró este silencio: que sea Dios quien hable a través de sus obras y no nosotros.

¡Que hablen las obras! Esta también es la consigna de la Administración doméstica. De ahí la proverbial discreción y modestia de este trabajo, de estas manos que hacen y desaparecen sigilosamente. Cuanto más saben más callan.

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El olor del perfume se extendió por toda la casa. (En Betania, Jn 12, 3).— En este momento ¿de quién procedía el aroma, de la mujer o del Señor? Del Señor. Lo había vertido ella, pero lo exhalaba Él.

—Yo me vuelco, Señor, en mi casa, para que la llenes tú. Mi perfume no es perfume hasta que sale de ti.

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El Reino de los Cielos es semejante a la levadura que toma una mujer (Mt 13, 33).— Eres levadura de tu propio hogar. Éste toma cuerpo y se vuelve esponjoso, moldeable, sabroso, en la medida en que desapareces en él.

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El trabajo doméstico vacuna contra el victimismo. Victimismo es exagerar lo que se teme, convirtiendo las pequeñas espinas en cruces: lo que pesa, lo que cansa, lo que importuna, lo que irrita.

En el hogar, en cambio, plantamos cara a estas menudencias con aquella rara forma de valor que es la paciencia.

Inventar el espacio

Ven, Espíritu Santo…, llena lo más íntimo de los corazones. (Del himno Veni Sancte Spiritus).— ¿Y qué puede llenar la intimidad sino el amor? El amor llena ahondando y afinando a su receptor, abriendo en él nuevas interioridades, descubriéndole filones inéditos.

¿Y cómo realiza el Espíritu esta obra en el alma? Al modo de un ama de casa: lava lo que está manchado, riega…, sana…, dobla…, calienta…, endereza… (ibidem). Pues el oficio doméstico, ¿qué es sino crear espacio humano? Un espacio donde siempre cabe más, pues el amor lo dilata.

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Cuidando la casa tú mismo te haces casa. Te conviertes en lo que cuidas. La habitación que limpias y adornas se replica y desdobla en tu alma.

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Decorar un espacio es ampliarlo espiritualmente mediante el arte. Sin este ensanchamiento el prójimo apenas cabría en él.

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Judas conocía el lugar porque Jesús se reunía frecuentemente allí con sus discípulos (Jn 18, 2).— Este rincón apacible de Getsemaní les servía de “sala de estar”, pues no contaban con casa fija en Jerusalén. Y allí organizaban su tertulia familiar: esa reunión que no persigue más finalidad que “estar juntos”, y que recoge como un remanso los diversos ríos de la familia, haciendo transparente su fondo.

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Llenó toda la casa donde se encontraban. (Pentecostés, Hechos 2, 2).— ¿Y qué es “llenar” una casa sino unir a los que la habitan? Así nace la Iglesia: invadiendo el Espíritu Santo un cenáculo, es decir, un comedor, y convirtiendo a los discípulos en familia.

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La Iglesia no sólo nació en un comedor, sino que en cierto modo lo es.

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Sólo puedes “crear” un hogar hermoso si “crees” en sus moradores. La confianza en lo mejor del prójimo (creer) confiere a la labor doméstica talante artístico (crear). Lo que se crea está en función de lo que se cree. Si crees que los tuyos son maravillosos (por más que a veces no lo demuestren), crearás para ellos cosas maravillosas. La belleza nace de la fe.

¿Y qué fe? Una fe ciertamente humana, en cuanto su objeto son meros hombres, pero divina, pues profesa y realiza tu fe en Cristo. Apoyándote en Él, cree en tu prójimo y te sorprenderás de lo que sale de tus manos: El todopoderoso ha hecho cosas grandes por mí (Lc 1, 49).

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El Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros (Jn 1, 14).— Puso un hogar, estableció su casa, asentó una vivienda: en eso consiste la Redención. Dios se muda a nuestro domicilio y se sienta a nuestra mesa.

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¡Qué bien se está aquí!, ¡hagamos tres tiendas! (Pedro ante Jesús transfigurado, Mc 9, 5).— La belleza de Cristo incita a crear hogar. El resplandor de su Rostro reclama “una tienda”, una morada, donde esta luz se materialice y perpetúe. La casa que cuidamos todos los días es la respuesta exacta y cabal a esta belleza que vislumbra la fe.

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La casa se parece a las personas que la habitan: tiene alma y cuerpo, acusa el paso del tiempo, envejece, se maquilla. Sus objetos (muebles, utensilios, adornos) van cobrando significados nuevos, el tiempo los humaniza, los espiritualiza; el espacio se puebla de recuerdos; los muebles “se hacen” a sus usuarios: Pedro, Marta, Pepe, Lola. La simple mirada, de tanto posarse sobre un objeto, le confiere cierta marca personal que lo hace único.

Por eso cuidar los objetos de la casa es cuidar en ellos a sus moradores, acceder a sus corazones, y salirles al encuentro.

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Los envolvió con su luz. (El ángel de Belén, Lc 2, 9).— Pastores, ovejas, aperos, arbustos, y hasta piedras: ¡todo queda envuelto por la luz celestial! Lo más tosco emite sagrados destellos. En este efecto luminoso se insinúa el mensaje del ángel: que el Mesías santifica la vida ordinaria, y que las tareas y objetos cotidianos adquieren valor divino, incluidas (para consuelo de algunos de nosotros) las mismas piedras…

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¿Qué vieron los pastores? Una escena bien sencilla: Vinieron presurosos, y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre (Lc 2, 16). Y sin embargo se conmovieron de gozo, conscientes de estar ante Dios: Al verlo, reconocieron las cosas que les habían sido anunciadas acerca de este niño.

Esta misma es la fe de quien busca a Dios en las tareas cotidianas: en lo ordinario, descubre lo excelente; en lo humano, lo divino; en las cosas, a las personas; entre lo diverso, lo único.

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Y os mostrará una habitación en el piso de arriba, grande y amueblada; disponed allí para nosotros. (Preparando el cenáculo, Mc 14, 15).— Arreglar una habitación es honrar la presencia que la llenará. Mediante la limpieza y el orden salimos al encuentro del prójimo presintiéndolo en el espacio vacío y los objetos inertes. No sólo lo esperamos sino que lo llamamos. La habitación pulcra y aseada dice: “ven”.

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Arreglar una habitación no es sólo preparar un espacio sino “crearlo”: hacer que las cosas inanimadas (muebles, adornos, suelo, luz) “digan” a las personas que las usarán.

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El ama de casa tiene un fonendoscopio que lo aplica a todo: la cocina, las cuentas, la ropa, la limpieza, la decoración, las plantas… En todos los rincones percibe el latido de un único corazón: la familia. Y el amor afina su oído de doctora y cirujana, para detectar la mínima enfermedad y curarla.

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En la casa de mi Padre hay muchas moradas… Me voy a prepararos un lugar (Jn 14, 2).— ¿Qué es “preparar un lugar dentro de una morada” sino barrer, ordenar y adornar una habitación: la alcoba, el salón, el despacho…? La mejor imagen, en efecto, para explicarnos la doble Misión de la Santísima Trinidad la encuentra Jesús en esta tarea tan sencilla y prosaica. Por un lado Cristo nos prepara el Cielo para nosotros, y por otro el Espíritu nos prepara a nosotros para el Cielo.

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Suponiendo que iba en la caravana, hicieron un día de camino buscándolo entre parientes y conocidos (Lc 2, 44).— En esta caravana de la vida los parientes y conocidos compartimos muchas cosas: cultura, fe, tradiciones, recuerdos, vecindad, compromisos, penas, alegrías… Aunque diversos en edad, carácter y condición, formamos entre todos aquel ámbito donde el hombre crece y se abre a la vida.

Buscándolo entre parientes y conocidos… ¡Por aquí hay que empezar! Para encontrar a Cristo en el Templo, empieza buscándolo en tu casa. Investiga primero en la familia y acabarás hallándolo en el altar…

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El Sagrado Corazón es mi casa pequeña, donde yo vivo, duermo, trabajo y descanso, de donde nunca salgo, y si salgo, adonde siempre vuelvo.

Administrar el tiempo

El lugar al que se vuelve. Así ha definido la familia un filósofo contemporáneo. Hacia ella, en efecto, volvemos los pasos tarde o temprano, acaso inconscientemente, buscando nuestras raíces. Para seguir viviendo necesitamos seguir naciendo; para alcanzar el fin hay que ensayar, incesantemente, el principio. Como Ulises, nuestra vida es un constante retorno a casa. Ahora bien, también la familia es el lugar donde se espera, donde se labra pacientemente, como Penélope, la conversión del amado (¿acaso ‘con-versión’ no significa eso mismo, ‘regreso’?). Ambas formas de vivir el hogar, la espera y el retorno, coinciden en el corazón humano confiriéndole su latido característico.

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Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír. (En la sinagoga de Nazaret, Lc 4, 21).— En cada “hoy” tiene lugar un designio eterno. Dios ha previsto un plan preciso y concreto para cada uno de nuestros días. La vida cotidiana (de cotidie, cada día) posee dimensión profética, ya que apunta a una plenitud.

Lo que importa, por consiguiente, no es dónde estás metido sino a qué estás llamado: ¿de qué es promesa esto que ahora te ocupa?; ¿a qué grandeza apunta esta menudencia?; ¿de qué santidad es principio?; ¿de qué árbol es semilla?, ¿qué felicidad augura esta preocupación?; ¿qué comunión incoa?; ¿qué encuentro prepara?; ¿qué gloria anticipa?

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¿Quién es el administrador fiel y prudente que el amo pondrá al frente de su casa para dar a su tiempo la ración adecuada? (Lc 12, 42).— La ración, el tiempo y las necesidades: son los tres factores que conjuga el administrador. Esta rara armonía entre personas, medios y horarios nos recuerda el oficio de director de orquesta. La música de las cosas hay que combinarla al ritmo de las personas. Los instrumentos deben concertarse en la armonía del hogar.

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Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo (Eclesiastés 3, 1).— Hay dos modos de concebir el tiempo: como un saco o como un mapa.

El tiempo-saco abruma con su peso a quien lo carga. En su interior se acumulan, en angustioso revoltijo, tareas, obligaciones, plazos, distracciones: mil asuntos heterogéneos e inconexos. ¡Y ay si el saco se rompe!: Quien no recoge conmigo desparrama… (Mt 12, 30).

El tiempo-mapa, en cambio, está surcado por un camino y hay un paisaje que contemplar. Unas veces el caminante tiende la vista al horizonte, que es su fin, y otras se entretiene con las menudencias de alrededor —las vicisitudes cotidianas—, que por estar en su lugar preciso resultan únicas, variadas y singulares, acaso un tesoro.

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Para administrar bien tu tiempo empieza ordenando tus cosas. Recogiendo cada mañana todo lo de ayer, guardando tu ropa y arreglando tu habitación te dispones óptimamente para el hoy. Organizando tus objetos esbozas tu jornada; en el armario ensayas el horario.

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Asistir al crecimiento del prójimo implica ante todo creer que se producirá; confiar en que esa persona —el hijo, el marido, la esposa, el hermano— puede y debe ser quien promete ser.

Abrir y recibir

El otro discípulo, que era conocido del Sumo Pontífice, habló a la portera e introdujo a Pedro (Jn 18, 16).— La mujer cristiana, sobre todo si es portera o recepcionista, deja pasar a Cristo y hacia Cristo. Gracias a ella el Señor entra en las casas, los corazones, las instituciones, la sociedad.

Así sucede con María, Ianua Coeli. No sólo es Puerta, sino portera del Cielo, o sea, una Puerta con rostro que invita diciendo: ven, pasa, te espero, te reconozco…

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La portera dijo a Pedro: ¿no eres también tú de sus discípulos? (Jn 18, 17).— Profesional competente, esta portera se fija en quién entra y sale. Ahora bien, ¿de qué casa?, ¿en qué puerta?, ¿de qué dueño? Cree estar en la entrada de Caifás pero en realidad está en la de Jesús.

Su perspicacia y aptitudes traicionan su misión. Pues atender una puerta ¿qué es sino abrir a alguien que busca, quizá sin saberlo, a Cristo en nuestro hogar?

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Quien sonríe al abrir es por considerar al visitante, sea quien sea, digno de entrar. Es dar por supuesto que merece ser recibido, que se le espera, que es alguien en la casa. Esta sonrisa por tanto profetiza el encuentro y lo anticipa. Quien sonríe es porque abre el corazón antes que la puerta.

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Si alguno oye mi voz y me abre… (Ap 3, 20).— Quien abre con una sonrisa es que presiente a Cristo detrás de la puerta.

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Cuando entréis a una casa decid: paz a esta casa (Lc 10, 5).— Paz es la relación personal entre el que abre la puerta y el que la cruza. ¿Y quién cruza nuestra puerta? ¿Quién es el peregrino de nuestro hogar? En realidad todo hombre lo es, empezando por los mismos que componen la familia. Pues la primera puerta, la que confiere significado a todas las demás y las hace posibles, es el seno materno: la puerta de la vida. Por eso el hijo es el primer mensajero de Cristo, el primero que llega diciendo: paz a esta casa.

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No llevéis dinero, ni alforja, ni dos túnicas, ni sandalias… (Mt 10, 9).— El apóstol actúa como peregrino menesteroso. Dando a Cristo parece que pide, y el que recibe parece que da. Pues sólo puede dar a Cristo quien reconoce su personal indigencia. Sólo declarándome pobre puedo hacerte rico, a ti, que me abres la puerta.

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Quien recibe a un niño como éstos a mí me recibe (Mt 18, 5).— En el aseo matutino volvemos a nuestra infancia. En estas operaciones tan prosaicas y elementales evocamos el primer descubrimiento de nuestra vida, lo que nos asombró por primera vez siendo bebés: nuestro cuerpo. Los usos higiénicos suponen, por eso, un sutil ejercicio de conocimiento propio y humildad. Con ellos no sólo comenzamos el nuevo día sino que retomamos la vida desde su inicio, o lo que es lo mismo, reconocemos en el espejo al niño que aún somos.

Por este motivo las tareas domésticas relativas a este aspecto honran la intimidad del prójimo de un modo especial, pues en ellas recibimos al niño que hay en cada adulto.

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Sobre el tema de abrir y recibir hay más reflexiones en Decid:paz a esta casa (Lc 10, 5).

Artesanía

¿No es este el hijo del artesano? (Mt 13, 53) ¿No es este el artesano? (Mc 6, 3).— Artesanía es el trabajo hecho a mano y personalmente, pieza a pieza, con sentido artístico y amor a la tradición. Útil, bello y sencillo, el producto artesano nace del hogar y a él principalmente se destina.

Jesús, el Artesano, nos ofrece en el taller de Nazaret este modelo al que debe ajustarse todo trabajo humano. Cualquiera que sea nuestra profesión siempre puede desempeñarse artesanalmente, es decir: a conciencia, con creatividad y con espíritu de familia.

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Las tareas domésticas son trabajo artesanal por excelencia. Lo que José y Jesús hacen en el taller no es más que prolongación y complemento de lo que María hace en toda la casa.

La limpieza

¿Qué mujer si tiene diez dracmas y pierde una, no enciende una luz y barre la casa y busca cuidadosamente hasta encontrarla? (Lc 15, 8).— Para ver decide limpiar; limpia la casa para limpiar la mirada. ¿Y qué es lo que ve? ¿Qué encuentra con este método? Encuentra que la casa misma es, toda ella, la dracma que buscaba. El oro divino que quería descubrir, la dracma preciosa que anhelaba era su propio hogar, que ahora tiene ante sus ojos gracias a la luz de Dios y a… su escoba.

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El oficio de limpiar entraña una pedagogía de la mirada, pues con él se advierten detalles que a otros pasan inadvertidos. El alma de una persona, por ejemplo, se adivina según el estado en que deja su habitación. De este modo la visión se afina psicológica y espiritualmente, hasta el punto de “leer” la casa como un gran libro abierto, donde hasta lo más íntimo se manifiesta en los utensilios, los muebles y la ropa.

Por otro lado la visión es posesión intencional, un modo de tener con el corazón. Ahora bien, el tener, o sea el haber, es fundamento del habitar. Por eso quien limpia una casa es el más capacitado para habitarla, el que más la llena con su presencia, el que mejor sabe estar en ella.

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El suelo.— Lugar de la disponibilidad, de la pisada, del estar. Barrer y fregar el suelo es aceptar a la persona en cuanto plantada en la existencia (ex-sístere: estar de pie, erguida, plantada). En la casa el suelo es el lugar de todo y de todos, por eso es símbolo de la de aceptación incondicional que define a la familia.

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Sabed que todo cuanto pisen vuestros pies os lo entrego (Yahvéh a Josué a las puertas de la Tierra prometida, Jos 1, 3).— Con la escoba medimos nuestra casa, la conquistamos y la ofrecemos incesantemente a los demás. Como la Tierra Prometida, la vivimos como un don que debe a su vez ser donado. Por eso, si lo hacemos por los demás, ¿qué es lo que barremos sino el polvo del egoísmo?

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Doña Atareada, esa perfeccionista: hiperactiva, maniática, pone nerviosos a todos y se queja de que nadie le ayude en las tareas domésticas.

Cierto, pero también está Don Tranquilo. Don Tranquilo presume de franco, sencillo y campechano: ¡fuera formalidades! Nadie tan alegre y apacible como él. Sin embargo sus continuos descuidos van deteriorando paulatinamente la convivencia familiar: el despacho desordenado, las luces encendidas, la comida sin recoger, los ceniceros sucios, los aseos de cualquier manera… ¿No podría usted, Don Tranquilo, esmerarse un poco más?

Medir y contar

Dad y se os dará. Echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida que midáis seréis medidos (Lc 6, 38).— Las labores domésticas miden personas: no lo que hacen o dicen sino a ellas mismas. ¿Cómo? Con el metro de la caridad que es el servicio. El servicio hace que las cosas estén a la medida de las personas.

¿Y cuál es la traducción práctica del servicio? La excelencia tanto técnica como artística y moral, es decir, la medida apretada, colmada, rebosante. Pues el metro de la persona es el amor, y el amor es la medida de lo que no tiene medida.

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Con la misma medida que midáis…— Quien se mide consigo mismo cada vez mide menos, pierde estatura espiritual. Quien por el contrario se conmensura con los demás en el diálogo, se aumenta y crece.

Una forma de diálogo es el trabajo doméstico. Colaborando en él, los miembros de la familia se hablan sin palabras, se miden unos en otros y se agigantan.

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Dad y se os dará (Lc 6, 38) … lo que habéis recibido gratis dadlo gratis (Mt 10, 8).— Sólo se tiene lo que se da, y sólo da quien se da.

Así sucede en la casa: cuanto más la cuidamos más la damos, y cuanto más la damos más la tenemos.

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Dad y se os dará. Echarán en vuestro regazo una buena medida…— ¡El regazo! El lugar materno por excelencia, el de la lactancia, la caricia, el arrullo, la protección: ahí justamente es donde Dios quiere depositar sus tesoros, no sólo para la mujer sino, a través de ella, para toda la familia.

La ropa

Y lo envolvió en pañales (Lc 2, 7).— Envolverlo en pañales es retraerlo a su seno: prolongar el calor de sus entrañas. En los pañales el niño retorna dentro y la madre se vuelca fuera.

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La Virgen envuelve con pañales al Niño y los ángeles con luz a los pastores. Dios nos cambia su vestido por el nuestro.

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Sus vestidos se volvieron resplandecientes y muy blancos; tanto que ningún batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos. (En la Transfiguración, Mc 9, 3).— Sus propios vestidos los asume Jesús en la revelación de su gloria: los mismos que su Madre tejió, recompuso y lavó innumerables veces. Así es como estos discretos trabajos quedan enaltecidos para siempre jamás en la Persona del Verbo.

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La razón de ser del vestido es la dignidad de la persona: ese resplandor que, asumiendo plenamente el cuerpo, lo rebasa. Cristo, plenitud de lo humano, nos muestra en el Tabor aquella luz que todo verdadero vestido intenta representar.

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Vestíos del hombre nuevo (Efesios 4, 22).— La transformación más profunda y radical del hombre, o sea la gracia, la compara san Pablo con un traje. ¿Cómo es posible, siendo una realidad tan íntima y misteriosa? Precisamente porque el vestido no es puro accesorio yuxtapuesto sino vivencia humana profundamente enriquecedora, como saben sobre todo las mujeres. Es el instrumento con que la intimidad se explora, se modela y se expresa. Al vestirte eliges la persona que quieres ser y tomas postura frente a los demás, emitiendo un juicio y adoptando una actitud. Vivido con elegancia y categoría, el vestido hace a la persona dueña de sí y don para el prójimo.

La sabiduría del hogar incluye también este aspecto de la vida humana que, como todos, sólo alcanza su plenitud con la gracia. ¿Cómo vestirte desde ti si estás desnudo de Cristo, el Hombre Nuevo, que es tu versión más auténtica?

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La ropa es el medio con que expresamos, protegemos y vivimos nuestra intimidad. Una persona no sólo tiene ropa, sino que “se tiene” con ella: le sirve para tomar posesión de sí, afirmar la propia libertad y abrirse a la convivencia.

El cuidado de la ropa (comprar, lavar, planchar, conservar, arreglar) honra la intimidad del prójimo en el instrumento con que la cultiva.

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La Virgen está lavando / y tendiendo en el romero (villancico popular).— Lavar periódicamente la ropa (“hacer la colada”) significa asumir la vida de los demás con sus ritmos y su desgaste, según se plasma en las prendas. Nuestra vida, por ser humana, lleva la impronta del trabajo, de la acción, del uso, del cambio…

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No basta con lavar: hay que planchar. Después de las manchas hay que quitar las arrugas. Lo que se manifiesta a la vista debe sentirse también con el tacto. Volviendo tersa y suave la ropa, la plancha complementa el lavado y en cierto modo lo humaniza, lo acerca al cutis del usuario, a su calor, a su latido. Por eso el planchado implica una sabia intuición de la condición encarnada, que es además fundamento del vestido: lo que en la persona aparece fuera corresponde a lo que se siente dentro.

La cocina y la mesa

Tomad y comed… (Mt 26, 26).— En la comida y mediante el lenguaje y los ritos que le son propios es como Cristo revela, anticipa y ofrece su Redención. Por eso mismo el arte culinario y el servicio de la mesa constituyen una pedagogía de Cristo y de su Iglesia. Lo que salva y vivifica es algo que se toma y se come.

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Tomad y comed.— Esto que dice Cristo también lo dice sin palabras nuestra comida cotidiana, cuando está aderezada y servida con cariño. Ella nos repite con voz de sabor el mensaje de la Última Cena, nos trae el regusto de aquella entrega y humildad.

Símbolo por antonomasia del don, la comida nos recuerda todos los días lo que Cristo dice, hace, pide y es…

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Danos hoy nuestro pan… A cada día le basta su afán (Mt 6, 34).—Las preocupaciones cotidianas encuentran su compensación y su alivio en la sobremesa familiar. El afán forma así una sola cosa con el pan. Lo uno y lo otro provienen de Dios y son para nuestro bien. De ahí que en la mesa, aparte de los alimentos, digerimos, degustamos e incorporamos los sucesos de la jornada, llevados cara a Dios.

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Y les dijo que le dieran de comer (A la hija de Jairo, recién resucitada: Lc 8, 55).— De la mortaja a la mesa, de la tumba al mantel: ordenándolo así Jesús parece interpretar la muerte como una especie de hambre, y la comida como un complemento de la resurrección.

Porque la comida, en efecto, no sólo sostiene la vida sino que la celebra. Y vivida con fe, entraña además una profecía de la vida futura.

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Os aseguro que no beberé del fruto de la vid hasta que lo beba nuevo con vosotros en el Reino de mi Padre… (Mt 26, 29).— Beber entre amigos conlleva brindar, y brindar es profetizar. El brindis de Cristo es la Pascua misma, a la que somos invitados en la Última Cena. Aquí y ahora nos emplaza Cristo al Allí y al Después: de la mesa de la tierra a la del Cielo; del fruto de la vid al disfrute de la Vida...

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El vino nuevo del Evangelio (Bodas de Caná, odres nuevos, Última Cena…).— Que sea nuevo no significa que tenga pocos años de crianza, ya que lleva siglos en la bodega del Antiguo Testamento. La novedad de este vino se refiere a lo que celebra, que es la eternidad adelantada. El sabor es añejo pero el brindis no: ¡He aquí que hago nuevas todas las cosas! (Ap 21, 5).

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No es conveniente que nosotros abandonemos la palabra de Dios por servir las mesas. Escoged, hermanos, de entre vosotros a siete hombres de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría, a los que constituyamos para este servicio. (Elección de los diáconos, Hch 6, 2-3).— Los primerísimos cristianos entendían la atención doméstica, en especial a los necesitados (en este caso a las viudas) como un auténtico ministerio apostólico, una forma eminente de anunciar el Evangelio de Cristo y dispensar su salvación.

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¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecadores? Y Jesús respondió: No tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos; no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores (Lc 5, 30-32).— Para Jesús curar y llamar equivalen en esta ocasión a comer y beber, es decir, compartir la mesa. La comida adquiere cierto valor salvador siempre que él la preside. En cada mesa del hogar se presagia la misa del altar.

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Jesús, a quien ahora veo escondido. (Himno Adoro te devote).— El fin del plato exquisito no es perdurar en el tiempo, como las obras de un museo, sino justo lo contrario, ser consumido por los comensales. Y tanto mayor es su éxito cuanto más completa es su desaparición. El plato “se come”, en cierto modo, al cocinero; la obra cubre, con sabroso velo, a su autor.

Por eso Jesús elige el pan para su obra de arte, que es la Eucaristía. Y por eso el cuidadoso servicio de la mesa es pedagogía inestimable de la misa.

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Sacad ahora y llevad al maestresala. (Jesús a los criados en las bodas de Caná, Jn 2, 8).— Entre el milagro y sus beneficiarios quería Jesús que estuviera el profesional, el experto, que cata el milagro y lo degusta antes de ofrecerlo a los demás. La administración doméstica, representada aquí por el maestresala, hace de paladar de Dios.

¿Y no hay en todo hogar milagros cotidianos? Aunque pasen inadvertidos nunca falta alguien que sepa descubrirlos y saborearlos en su oración.

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Cocinar es unir. Es convertir el alimento en vínculo entre personas, hacerlo participable por muchos. Es sazonarlo de comunión, comunicarle sabor a familia. De modo que, como dice el Apóstol, formamos un solo cuerpo porque participamos de un mismo pan (1 Cor 10, 17).

Dios no da algarrobas crudas. Para los que somos sus hijos, Dios en persona nos amasa su Pan (cf. Lc 15, 16-17).

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¡Todo está a punto! (Mt 22, 4), exclama el rey de la parábola. ¿Y cuál es este punto propicio? Consiste en esa feliz combinación entre el aderezo de los alimentos, el apetito de los comensales y la disposición de los corazones. Cuando falla uno de estos tres factores el encanto de la mesa se desvanece. La comunión a que tendía decae o incluso fracasa.

¡Todo está a punto!— Esta misteriosa síntesis tiene su momento y lugar precisos, que es necesario observar. Pues la comida fraterna es figura de aquella fiesta de bodas donde Dios desposa a la Humanidad, o sea la Iglesia. La cita es aquí, en esta vida terrena, que para el Anfitrión eterno dura apenas un instante: lo justo para que aceptemos el convite...

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“Os doy lo mío pero condimentado, aliñado, hecho a vuestro paladar”. Esto insinúa Cristo con su parábola: He preparado mis terneros cebados, el banquete está listo. ¡El Cielo está en su punto! ¡Venga, empecemos ya aquí abajo! ¿Para qué esperar? ¡La tierra es un aperitivo, un entrante! ¿Qué es la Misa sino praelibatio, preludio, anticipo?

La fiesta se presagia. Aún no hemos atravesado la puerta y ya su aroma nos llega a este vestíbulo de la vida terrena. Basta un rato de oración, un roce con los sacramentos, un gesto de servicio a los demás, para barruntar lo venidero. ¿No oyes al gran Rey?: Todo está a punto: venid (Mt 22, 1-14).

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Preparas una mesa ante mí y mi copa rebosa (Sal 22).— No sólo preparas, Señor, el alimento para el comensal, sino el comensal para el alimento. Mediante la Encarnación del Verbo, tu cocinas lo divino para darle sabor humano.



 

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