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Europa, política y religión
La cultura europea ¿es la civilización de la tecnología y el comercio victoriosamente extendida por el mundo? ¿No ha derivado más bien un resultado posteuropeo como consecuencia del fin de las viejas culturas europeas?


Por: Cardenal Ratzinger | Fuente: Fundación Guilé



Conferencia del Cardenal Ratzinger en el ciclo “Conversaciones sobre Europa”

La cultura europea ¿es la civilización de la tecnología y el comercio victoriosamente extendida por el mundo? ¿No ha derivado más bien un resultado posteuropeo como consecuencia del fin de las viejas culturas europeas?
 


El optimismo acerca de la victoria de lo europeo que Arnold Toynbee aún podía representar a principios de los años sesenta parece hoy curiosamente superado: “De veintiocho culturas que hemos identificado... dieciocho están muertas y nueve de las diez restantes –de hecho, todas excepto la nuestra– muestran signos de estar ya derrumbándose”. ¿Quién podría hoy decir una cosa así? Y además... ¿qué es esa cultura “nuestra” que ha quedado?



La cultura europea ¿es la civilización de la tecnología y el comercio victoriosamente extendida por el mundo? ¿No ha derivado más bien un resultado posteuropeo como consecuencia del fin de las viejas culturas europeas?


Vaciada por dentro
Yo descubro en esto una paradójica sincronía: a la victoria del mundo técnico secular posteuropeo, a la universalización de su modelo de vida y su forma de pensar, va unida, especialmente en los ámbitos estrictamente no europeos de Asia y de África, la impresión de que el mundo de valores de Europa, su cultura y su fe, en los que descansaba su identidad, están acabados y en realidad han sido ya abandonados; que ha sonado la hora de los sistemas de valores de otros mundos; de la América precolombina, del Islam, de la mística asiática.

En esta hora de su máximo éxito, Europa parece vaciada por dentro, paralizada por una mortal crisis circulatoria, forzada por así decirlo a someterse a trasplantes, que sin embargo tendrán que anular su identidad.

A ese morir interno de las fuerzas sustentadoras del espíritu se une que, también desde el punto de vista étnico, Europa parezca en vías de extinción. Hay un extraño desinterés por el futuro.

Los niños, que son el futuro, son vistos como una amenaza para el presente; se piensa que nos quitan algo de nuestra vida. Ya no se les percibe como esperanza, sino como límite del presente.

Se impone la comparación con el hundimiento del Imperio Romano decadente que aún funcionaba como gran marco histórico, pero que, en la práctica, vivía ya por obra de los que iban a liquidarlo, porque no tenía energía vital en sí mismo. (...)

¿Hay en los violentos cambios de nuestro tiempo una identidad de Europa que tenga futuro y que podamos respaldar desde dentro? Para los padres de la unificación europea tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial –Adenauer, Schuman, De Gasperi–, estaba claro que ese fundamento existe, y que descansa en la herencia de lo que el cristianismo había hecho en nuestro continente.

Para ellos estaba claro que las destrucciones a las que nos habían enfrentado la dictadura nazi y la dictadura de Stalin se basaban precisamente en el rechazo de esos fundamentos, en un monstruoso orgullo que ya no se sometía al Creador, sino que pretendía crear un hombre mejor, un hombre nuevo, y transformar el mundo malo del Creador en el mundo bueno que surgirá del dogmatismo de la propia ideología.

Para ellos estaba claro que esas dictaduras, que habían puesto de manifiesto una cualidad del Mal enteramente nueva, reposaban, más allá de todos los horrores de la guerra, en la voluntad de eliminar aquella Europa, y que había que regresar a aquella concepción que había dado su dignidad a este continente, a pesar de todos los errores y sufrimientos.

El entusiasmo inicial por el retorno a las grandes constantes de la herencia cristiana se ha esfumado rápidamente, y la unión europea se ha llevado a cabo casi exclusivamente en aspectos económicos, dejando a un lado en gran medida la cuestión de los fundamentos espirituales de tal comunidad.



Un fundamento de valores comunes  
En los últimos años ha vuelto a crecer la conciencia de que la comunidad económica de los Estados europeos necesita también un fundamento de valores comunes.

El crecimiento de la violencia, la huida hacia la droga, el aumento de la corrupción, hacen muy perceptible que la decadencia de los valores también tiene consecuencias materiales, y que es preciso un cambio de rumbo.

Partiendo de ese punto de vista, los días 3 y 4 de julio de 1999 los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea acordaron la elaboración de una Declaración de Derechos Fundamentales (...) que fue aprobada el 14 de octubre.

No puedo intentar analizar aquí ese esbozo de Declaración; tan sólo pretendo plantear la pregunta de hasta qué punto es apropiada para dotar de un núcleo espiritual al cuerpo económico de Europa.

Es importante la segunda frase del preámbulo: “En la conciencia de su herencia religioso-espiritual y moral, la Unión se fundamenta sobre los valores indivisibles y universales del ser humano: la libertad, la igualdad y la solidaridad”.

Se ha lamentado la ausencia en este texto de la referencia a Dios: sobre esto volveré luego. Es importante en principio la incondicionalidad con la que la dignidad y los derechos del hombre aparecen aquí como valores que preceden a todo derecho estatal.

Günther Hirsch ha recalcado con razón que esos derechos fundamentales no son ni creados por el legislador ni concedidos a los ciudadanos, sino que “más bien existen por derecho propio y han de ser respetados por el legislador, pues se anteponen a él como valores superiores”.

Esta vigencia de la dignidad humana previa a toda acción y decisión política remite en última instancia al Creador: sólo Él puede crear derechos que se basan en la esencia del ser humano y de los que nadie puede prescindir.

En este sentido, aquí se codifica una herencia cristiana esencial en su forma específica de validez. Que hay valores que no son manipulables por nadie es la verdadera garantía de nuestra libertad y de la grandeza del ser humano; la fe ve en ello el misterio del Creador y la semejanza con Dios conferida por Él al hombre. De este modo, esta frase protege un elemento esencial de la identidad cristiana de Europa en una formulación comprensible también para el no creyente.



Amenazas en el ámbito médico
Hoy, nadie negará directamente la preeminencia de la dignidad humana y de los derechos fundamentales sobre cualquier decisión política; aún están muy próximos los espantos del nazismo y su doctrina racista. Pero en el ámbito concreto de lo que se suele llamar progreso médico hay amenazas muy reales a estos valores.

Pensemos en la clonación, en el almacenamiento de embriones humanos con fines de investigación y donación de órganos o en todo el campo de la manipulación genética. A esto se añaden el comercio de seres humanos, nuevas formas de esclavitud, el tráfico de órganos humanos con fines de trasplante.

Siempre se alegan “buenos fines” para justificar lo injustificable. En lo que respecta a estos ámbitos, hay algunas constataciones satisfactorias en la Declaración de Derechos Fundamentales, pero en otros puntos importantes sigue siendo demasiado vaga, cuando es precisamente aquí donde los principios corren peligro.

Lo que está en juego con el matrimonio
(...) Pero quiero señalar otros dos puntos en los que aparece la identidad europea. Ahí están, en primer lugar, el matrimonio y la familia.

El matrimonio monógamo ha sido conformado como figura ordenadora fundamental de las relaciones entre hombre y mujer, y a la vez como célula de la formación comunitaria del Estado, a partir de la fe bíblica.

Tanto la Europa del Oeste como la Europa del Este han configurado su historia y su concepción del hombre a partir de unos preceptos muy precisos de fidelidad y de comunión. Europa ya no sería Europa si esta célula básica de su estructura social desapareciera o cambiara de forma sustancial.

La Declaración de Derechos Fundamentales habla del derecho al matrimonio, pero no prevé ninguna protección jurídica y moral específica para él ni lo define con más precisión.

Pero todos sabemos lo amenazados que están el matrimonio y la familia. Por una parte, por el socavamiento de su indisolubilidad por formas cada vez más fáciles de divorcio; por otra, por el nuevo comportamiento, que cada vez se extiende más, de la convivencia de hombre y mujer sin la forma jurídica del matrimonio.

En clara contraposición a esto está la demanda de las uniones homosexuales, que, paradójicamente, reclaman una forma jurídica más o menos equiparable al matrimonio.

Con esta tendencia se abandona toda la historia moral de la Humanidad, que a pesar de la variedad de formas jurídicas del matrimonio, siempre supo que por su esencia es la especial convivencia de hombre y mujer, que se abre a los hijos y, por tanto, a la familia.

Aquí no se trata de discriminación, sino de la cuestión de lo que el ser humano es como hombre y como mujer y de cómo se conforma jurídicamente la relación mutua de un hombre y una mujer.

Si por un lado esa relación se separa cada vez más de su forma jurídica y si, por otra parte, la asociación homosexual es vista cada vez más como de igual rango que el matrimonio, nos encontramos ante una disolución de la imagen del hombre cuyas consecuencias pueden ser extremadamente graves. Por desgracia, en la Declaración falta una palabra clara al respecto.



El Estado ante las religiones
Finalmente, permítanme tratar el ámbito de lo religioso. En el artículo 10 se garantizan las libertades de pensamiento, de conciencia y de religión, la libertad de cambiar de religión o visión del mundo y, en fin, la libertad de manifestarse y practicar la religión, solo o en comunidad con otros, pública o privadamente, por medio de servicios religiosos, enseñanza, costumbres y ritos.

Los Estados se declaran neutrales respecto a las religiones, pero al mismo tiempo les conceden el derecho de una presencia pública. Esto es en sí mismo positivo, y responde en última instancia al básico criterio cristiano de la distinción entre los ámbitos estatal y eclesial, de la libertad del acto de fe y del ejercicio de la misma, del no a la religión ordenada por el Estado.

No obstante, en la práctica se plantea la cuestión de cómo se integran en el conjunto de la sociedad las distintas manifestaciones públicas de la religión. Voy a poner un sencillo ejemplo.

El Estado no puede declarar día libre el viernes para los musulmanes, el sábado para los judíos y el domingo para los cristianos. Tendrá que decidirse por una ordenación común del tiempo y después preguntarse por preferencias. Las grandes fiestas –Navidad, Pascua, Pentecostés–, ¿no son señas de identidad de nuestra cultura? ¿Y el domingo?

Aún es más difícil cuando en las distintas religiones se encuentran elementos que no concuerdan con los objetivos constitucionales básicos del preámbulo y el primer capítulo, referidos a la dignidad de la persona.

¿Qué ocurriría si una religión considerase por principio la violencia parte de su programa? ¿Si una religión negara por principio la libertad de religión y exigiera formas de teocracia política?

¿Qué pensar de la magia que quiere dañar el cuerpo y el alma del otro? La reaparición de ideologías de extrema derecha vuelve a hacernos conscientes de que la tolerancia no puede llegar hasta el punto de promover su propia eliminación: tiene su límite allí donde la libertad ilimitada se emplea para destruir la libertad en beneficio de ideologías hostiles a la libertad e inhumanas.

Hay que seguir reflexionando sobre esa cuestión de los límites internos de la tolerancia, límites que necesita en aras de sí misma.


Un respeto exigible a lo sagrado
En este punto vuelve a plantearse la cuestión de si, partiendo de la tradición humanista europea y sus fundamentos, no habría sido necesario anclar la Declaración en Dios y en la responsabilidad ante él. Probablemente no se ha hecho porque en modo alguno quería prescribirse desde el Estado una convicción religiosa.

Esto hay que respetarlo. Pero mi convicción es que hay algo que no debiera faltar: el respeto a aquello que es sagrado para otros, y el respeto a lo sagrado en general, a Dios, un respeto perfectamente exigible incluso a aquel que no está dispuesto a creer en Dios.

Allá donde se quiebra ese respeto, algo esencial se hunde en una sociedad.
En nuestra sociedad actual se castiga, gracias a Dios, a quienes escarnecen la fe de Israel, su imagen de Dios, sus grandes figuras. Se castiga también a quien denigra el Corán y las convicciones básicas del Islam.

En cambio, cuando se trata de Cristo y lo que es sagrado para los cristianos, la libertad de opinión se convierte en el bien supremo, y limitarlo pondría en peligro o incluso destruiría la tolerancia y la libertad.

Pero la libertad de opinión tiene sus límites en que no debe destruir el honor y la dignidad del otro; no es libertad para la mentira o para la destrucción de los derechos humanos.

Aquí hay un “auto-odio”, que sólo cabe calificar de patológico, de un Occidente, que sin duda (y esto es digno de elogio) trata de abrirse comprensivamente a valores ajenos, pero que ya no se quiere a sí mismo; que no ve más que lo cruel y destructor de su propia Historia, pero no puede percibir ya lo grande y puro que hay en ella.


Los cristianos, una minoría creadora
Para sobrevivir, Europa necesita una nueva aceptación –sin duda crítica y humilde– de sí misma. A veces, el multiculturalismo que, con tanta pasión, se promueve es ante todo renuncia a lo propio, huida de lo propio.

Pero el multiculturalismo no puede existir sin constantes comunes, sin directrices propias. Sin duda, no podrá existir sin respeto a lo sagrado. Eso incluye salir con respeto al encuentro de lo que es sagrado para el otro; pero es algo que sólo podremos hacer si lo que es sagrado para nosotros, Dios, no nos es ajeno a nosotros mismos.

Desde luego que podemos y debemos aprender de lo que es sagrado para otros, pero nuestra obligación, precisamente ante los otros y por los otros, es alimentar en nosotros mismos el respeto a lo sagrado y mostrar el rostro del Dios que se nos ha aparecido: el Dios que acoge a los pobres y los débiles, a las viudas y a los huérfanos, a los extranjeros; el Dios que es tan humano que él mismo quiso ser hombre, un hombre doliente, que sufriendo con nosotros da dignidad y esperanza al sufrimiento.

Si no lo hacemos, no sólo negaremos la identidad de Europa, sino que dejaremos de hacer a los otros un servicio al que tienen derecho. La absoluta profanidad que se ha construido en Occidente es profundísimamente ajena a las culturas del mundo. Esas culturas se fundamentan en la convicción de que un mundo sin Dios no tiene futuro. En ese sentido, el multiculturalismo nos llama a volver a nosotros mismos.

No sabemos cómo seguirá Europa su camino. La Declaración de Derechos Fundamentales puede ser un primer paso para que vuelva a buscar conscientemente su alma. Hay que dar la razón a Toynbee en que el destino de una sociedad depende una y otra vez de minorías creadoras.

Los creyentes cristianos deberían verse a sí mismos como una minoría creadora, y contribuir a que Europa recupere lo mejor de su herencia y así sirva a toda la Humanidad.

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Traducción: Carlos Fortea, texto íntegro publicado en español por Nueva Revista (enero-febrero 2001)







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