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Cada instante es un milagro en la espera de otro mayor
Testamento espiritual de Mons. Eugenio Romero Pose, ante la noticia del próximo inicio de su causa de beatificación


Por: Mons. Eugenio Romero Pose | Fuente: www.revistaecclesia.com



 


Tu gracia vale más que la vida. Son palabras del salmista que se tienen como verdaderas cuando te sientes bendecido por la enfermedad y tocas los límites de tu caducidad.

Sentir el hielo de lo debilidad, del cuerpo que se rompe, de la mente que se oscurece, de la corruptibilidad que se adueña de lo que uno creía poseer, adquieren nuevo sentido cuando se obren los ojos a la verdad del dolor. Y únicamente uno puede mirar hacia delante y salir de la espiral del absurdo cuando en la oración deja que el corazón acoja la luz de quien sufrió y saboreó las hieles del sufrimiento hasta el extremo.

Al sentir la incapacidad inexorable de que en la enfermedad no eres tú ni de la vida ni de la muerte, entonces, sólo entonces, levantas los ojos a lo Alto y recibes el bálsamo que hace más dulce la existencia. Miras hacia adentro y hallas a Aquel que, el primero en todo, no se negó a entregarse a un fin no definitivo que abre las puertas a una vida en plenitud.

La enfermedad es profecía de la muerte, la muerte que adviene es experiencia que nos hace tocar fondo la pequeñez para que podamos esperar la nueva vida, y esperándola, la agradezcamos.

No se aprecia la vida si no se acepta la muerte. Esperar la plenitud de la vida es dejar que el miedo a la muerte no aprisione alma y corazón. Vivir la enfermedad, no atar la ternura que con ella nace, es dejar que hable la verdad de la vida y decir no a la mentira. Esconder y no contemplar la enfermedad es obligar a que para siempre se enmudezca la palabra verdadera.

Padre bueno, que a todo y a todos nos has dado la vida para que supiéramos de tu amor. Padre Creador, me ha desbordado tu querer; tantas veces mi incapacidad de tenerte, y tener en mis manos los dones que Tú me ofrecías en las Tuyas, me distanció de Ti. Yo sé que aunque me aleje, nunca dejarás que escape del cuenco de Tus Manos creadoras.

Llegó a mis oídos la dulzura con la que volviste la mirada a tu Adán, enfermo y extraviado en un paraíso que creyó era sólo suyo. Sé cómo tu siervo Job en el silencio del abandono se mantuvo en la vida gracias a tu apoyo. Llegó hasta mis ojos la cercanía de tu ser y estar en los enfermos, pobres, y débiles, que tu Hijo, Jesucristo, encontraba y curaba en los caminos de Galilea, Samaría y Judea.

Sigo sintiendo la Mano sanadora del Nazareno que, más que nadie, saboreó el sufrimiento, la oscuridad del dolor, la entrega a la muerte, cuya manifestación de la gloria de Dios. Tuya, Señor Jesús, es la gloria del Padre, la que clarifica la carne que sufre, la que abre horizontes infinitos, la que regala la comunión que salva y que ofrece la incorruptibilidad. Gracias a tu Cruz, la humanidad es transformada por el Espíritu de Vida.

Te pido, Señor, que sepa en el dolor pedirte el Espíritu para que mi vida, en esta peregrinación que un día se acabará, y mi muerte estén en tu Cruz. Tiéndeme tu Mano para que contigo, a pesar de la oscuridad del camino, tenga la sencilla certeza de abrir un día los ojos y verte a ti a la derecha del Padre con el Espíritu Santo.

Muchos atardeceres, al ganarme el sueño, aguardaba encontrarte en la mañana que nunca tiene fin. Pero sólo Tú, Señor de mi vida y enfermedad, sabes cuándo es el día que jamás tendrá ocaso. Mientras tanto, déjame que no te deje y que dé gracias porque cada instante es un milagro en la espera de otro mayor; la vida eterna, vivir contigo.

Me abandono, enfermo y débil, en tus Manos, que me hicieron, y en las de los hermanos que en el camino del dolor me comunican tu calor. Tus Manos están llenas de misericordia. En ellas me refugio y en ellas me escondo con todos los que sienten el anuncio de que la vida terrena es el comienzo de la otra, en la que la enfermedad y la muerte quedan para siempre vencidas.

 

 



 

 

 

 

 

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