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El verdadero amor. La sexualidad

EL VERDADERO AMOR

Mucho se habla por todas partes del amor, pero mucha gente confunde el amor auténtico con el amor carnal, que sólo busca la satisfacción del cuerpo. El amor de verdad, es un amor que viene de Dios y es espiritual. El amor es un regalo de Dios. El amor es la vida de Dios dentro del alma. El que ama, quiere el bien de la persona amada y procura hacerla feliz. Por eso, es capaz de sufrir por ella. De ahí que la medida del amor es la capacidad de sufrir por la persona que amamos.

¿Cuánto eres capaz de sufrir por la persona que dices amar? ¿Eres capaz de hacer cualquier sacrificio por hacerla feliz? ¿O solamente piensas en ti mismo? Dios es la única fuente de todo auténtico amor y, quien está alejado de Él, estará hablando de amor sin amar de verdad y sin disfrutar la alegría del verdadero amor, porque amar es darse, es hacer feliz al otro. Amar es compartir, perdonar, agradecer, servir, sonreír...

Dice san Pablo que “el amor es paciente y servicial. No es envidioso, no presume ni se engríe, no se irrita, no busca el propio interés, no se alegra de la injusticia, sino que se alegra con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor es eterno” (1 Co 13,4-8). Esto quiere decir que el amor, que no está basado en la verdad, no es verdadero, y el amor que no es para siempre, no es auténtico.

El amor brilla en las almas que viven con Dios, porque el amor es de Dios y pertenece a Él, que es Amor. San Agustín decía: “El que posee el amor, lo posee todo; a quien le falta, ni todos lo bienes, por grandes que sean, le servirán para ser feliz, porque no le pueden conducir a la vida eterna” (In Io Ev 32,8). Y decía: “Con las dos alas del amor a Dios y al prójimo emprendemos el vuelo. ¿A dónde sino a Dios, a quien subimos volando, porque subimos amando?” (En in ps 121,1). Por eso, san Agustín fue capaz de afirmar sin condiciones: “Ama y haz lo que quieras” (In ep Io ad Parth tr 7,7-8). Porque quien ama de verdad, debe tener a Dios en su corazón y, quien tiene a Dios, quiere el bien de su prójimo. Lo cual quiere decir que el que ama, siempre hará el bien y buscará la felicidad del ser amado, desinteresadamente. Y, en la medida en que el amor sea más puro y auténtico, será más de Dios, más espiritual y menos egoísta.

Por tanto, el amor verdadero, no necesariamente se debe manifestar en expresiones corporales, aunque no las excluye, cuando son puras y limpias, especialmente dentro del matrimonio.

Dice Cencini que, según san Agustín: “el amor pone orden, crea unidad, da un estilo, ejerce una presión, imprime una dirección en la vida y “dentro” de la persona. Es el orden, el estilo, la dirección del amor divino, del amor a la manera divina. Orden ideal, pero no imposible, ya que el hombre creado a imagen y semejanza de Dios, comparte con Él la facultad de amar. A pesar de todo, es un orden dinámico, que hay que construir, no estático ni automático. Exige del hombre la fatiga constante de poner en línea con dicho centro vital las fuerzas centrífugas y las tendencias contrarias y todo amor particular de sí y de las cosas, que podría crear “desorden”. Agustín está consciente de esto y conoce muy bien el sentido de esta lucha. Pero este “ordo amoris” (orden en el amor) libera y realiza plenamente el amor humano”.1

En conclusión, el amor auténtico viene de Dios y va a Dios. Y, aunque no existan manifestaciones corporales, amamos como hombres o mujeres, ya que nuestra sexualidad masculina o femenina abarca toda nuestra vida.

Dios es amor (1 Jn 4,8).


LA SEXUALIDAD

La sexualidad es un don maravilloso, que Dios nos ha confiado, para realizarnos como personas, amando con pureza y sinceridad. Todos somos seres humanos sexuados. Somos hombres o mujeres. Y, como tales, tenemos una energía masculina o femenina, que abarca todos los aspectos de nuestra vida.

Dios nos ha creado diferentes para enriquecernos y completarnos mutuamente. ¿Cómo sería el mundo, si sólo existieran hombres? ¿No sería demasiado violento y cerebral? ¿Y qué sería de un mundo sólo de mujeres? ¿No sería demasiado conservador y débil ante los retos de la vida y de la naturaleza?

Por eso, Dios ha querido a ambos sexos en su plan creador. Cada sexo tiene sus notas peculiares. El hombre, con su fuerte actividad creadora, lleno de energía y voluntad firme. La mujer, con su amor y ternura que llena de cariño a todos los que la rodean. Su fuerza y su espíritu de lucha, no serán tan grandes como en el hombre, pero tiene mayor paciencia y perseverancia. Y Dios quiso que ambos pusieran sus cualidades al servicio de la familia. Dios quiere que exista el hombre y la mujer. Los dos sexos son necesarios y mutuamente se reclaman.

La sexualidad es un modo de sentir y expresar y vivir el amor humano. Y dado que “el amor es la vocación fundamental e innata de todo ser humano” (Cat 2392), la sexualidad sólo adquiere verdadera calidad humana y auténtica madurez en la medida en que esté orientada y elevada hacia un verdadero y sincero amor y no necesariamente hacia la genitalidad.

El sexo, ciertamente, es un hermoso regalo de Dios, que es bello en sí mismo. El sexo no tiene nada de sucio ni de manchado en sí. Dios no hace nada manchado, sino limpio y hermoso. Pero hay que cuidar bien este don de Dios y no desperdiciarlo, no ensuciarlo con vanos y alocados amores, que tienen de todo, menos de un verdadero y auténtico amor.

Lamentablemente, para muchos el sexo se ha convertido en un mero pasatiempo. Los órganos sexuales son vistos por muchos como juguetes para divertirse y de ahí vienen tantos errores y vicios, que empobrecen la vida y dejan el corazón vacío, lejos de Dios. ¿Te imaginas a esos jóvenes que acuden frecuentemente a los prostíbulos, porque quieren ser más “hombres”? ¿Crees que son felices? ¿Los consideras libres y maduros?

Mira, la sexualidad masculina y femenina lleva en su esencia la marca del amor. Los dos sexos son complementarios. Para ser felices debemos darnos a los otros con nuestra riqueza interior, es decir, hay que amar de verdad. Pareciera que, en la misma existencia de los sexos, está marcado el sentido de nuestra vida, que consiste en darnos a los demás como hombres y mujeres, como complementarios que somos. A este respecto, decía Amedeo Cencini en su libro: “La sexualidad es la evidencia carnal, concreta, tangible, de que el ser humano está hecho para el otro, está dirigido al otro. Es como la inscripción en su carne y en su ser de la vocación a la que está llamado: vivir para el otro”.2

La sagrada Congregación para la educación católica dice que “el cuerpo, como sexuado, expresa la vocación del hombre a la reciprocidad, es decir, al amor y al mutuo don de sí” (Orientaciones 24). Por consiguiente, podemos decir claramente que el cuerpo humano del hombre y de la mujer expresa visiblemente la llamada a vivir para los demás y a no encerrarnos en nosotros mismos. Esto significa que para que una vida sea plenamente humana, de acuerdo al plan de Dios, debe amar de verdad.

“Podemos decir que el sentido profundamente cristiano de la sexualidad se encuentra en la idea clave de la autodonación. Una autodonación que, por un lado, es como una ley escrita en la naturaleza, en la estructura biológica humana y, por otro, sólo es auténtica y libera en la medida en que es una opción responsable”.3 Esto quiere decir que el ser humano está destinado a amar, desde las entrañas mismas de su ser biológico, aunque debe aceptar amar y ser amado con sinceridad y responsabilidad para que sea un amor verdadero o, como diría san Agustín, un “amor ordenado” (ordo amoris).

La sexualidad debe estar al servicio del amor, puro y sincero, y no centrada solamente en la genitalidad, buscando sólo el placer sexual como si fuera indispensable para la felicidad. Los valores de la persona están por encima de los valores del sexo o de cualquier otro. El ser humano, como sexuado, se realiza en el amor puro y sincero a los demás.

Por eso, los consagrados, aunque no hagan uso de su genitalidad en el matrimonio, pueden ser felices, porque la vida adquiere pleno sentido en amar y darse desinteresadamente a los demás. No hay que confundir sexualidad con genitalidad.

Amar es vivir para
los demás


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