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Autor: | Editorial:



El amor unitivo transforma el alma pura en Dios

Tratemos ahora del amor unitivo, para tener al menos una pequeña noticia e información de esto. Dionisio, hablando del amor, dice en el libro De divinis nominibus: «Uno es el amor increado, que es el mismo Dios. De Él procede todo amor creado». Cuando decimos la palabra amor, sea divino, angélico, intelectual, animal o natural, designamos cierta virtud unitiva, que tiende a hacer una sola cosa del amante y el amado. Pero no es posible que dos cosas se identifiquen plenamente bajo todos los aspectos, sin que una desaparezca, se anonade.

De ahí que, como dice el filósofo Aristófanes y también Aristóteles, el amor busca la unión más próxima y adecuada que el amante puede tener con el amado. Desconocemos la unión que vamos a tener con Dios en la gloria y que por largueza divina algunos, a veces, experimentan en este mundo. Por eso es mi propósito rozar estos temas en que el alma enamorada puede fijar la mirada del pensamiento para ejercitarse en el amor unitivo. El alma no puede ver ni imaginar a Dios, su Amado, porque Dios es espíritu, y quien realmente quiere unirse a El debe acercarse en «espíritu y en verdad» (Jn 4,23; 1 Cor 6,17).

Semejanza de la Unión con Dios por amor

Ciertos símiles pueden ilustrar este camino al hombre. Sin embargo, son tan diferentes de la unión real con Dios, como es larga la distancia que media entre el Creador y la criatura.

Pongamos como primera comparación el árbol al que se le injerta un esqueje. La savia convierte el renuevo en una sola cosa con el tronco. De igual modo el alma por la alimentación de la gracia y amor se hace un solo espíritu con Dios. En la vida presente experimentamos esta unión como la sentiremos en la gloria. A algunos les es dado pregustaría en el mundo presente. Cristo nos la prometió diciendo: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho fruto» (Jn 15,5).

Segundo ejemplo es el vino en que se vierte una gota de agua. Esta se transforma, pierde la propia naturaleza y asume la del vino en color, olor, sabor y en todas sus propiedades. Así el alma en la inmensidad de Dios, como la gota de agua en la grandeza del mar. Conserva el alma su esencia, pero todas sus potencias están divinizadas, sumergidas en Dios. Como la estrella, que, por sí misma, es un cuerpo oscuro, pero la luz solar la transforma en claridad. Entonces nuestra alma vendrá a ser como la materia en el cuerpo, cuya forma es Dios, su alma y vida; como ahora el alma es forma y vida del cuerpo.

Esta unión es tan feliz y noble que si alguno la conociera bien por experiencia y luego, pasado algún tiempo, concentrase en ella su atención, su alma no podría evitar el rapto.

Fray Gil

Fray Gil, el tercer discípulo de San Francisco, llegó una vez a unirse con el Espíritu de Dios, a quien vio en su esencia. Desde entonces, por cualquier motivo caía en éxtasis. Le bastaba oír «gloria del cielo» yendo por un camino, y al punto quedaba arrobado, porque se le concentraba su pensamiento en el ápice de la conciencia, donde el alma había quedado transformada en Dios.

En la misa, está significada esta unión por la gotita de agua que se mezcla al vino para ser consagrada.

En tercer lugar valgámonos de la comparación del hierro puesto al fuego. La intensidad del calor lo vuelve incandescente y, al extraerlo, fuego y hierro son iguales, pues se ve tanto hierro como fuego. El hierro permanece substancialmente idéntico, pero ha cambiado de color y de naturaleza, porque de suyo es fría aunque ahora caliente, y así lo demás. El alma transformada en Dios se hace también con él una altura, una profundidad, una longitud, una anchura y pierde toda su actividad propia. Sus potencias son movidas por Dios, que es su vida. Respecto de Dios el alma queda como el cuerpo respecto a ella: permanece en si mismo, pero toda su vida, movimiento y operación le vienen del alma.

Vaya en cuarto lugar una comparación más sutil: la de los espejos. Si ponemos dos, uno frente al otro, el uno recibe plenamente la imagen del otro, con la propia impresa ya en el otro. Asimismo sucede en estos espejos intelectuales de la eternidad de Dios y de la mente humana; porque cuando se cumple aquello del libro del Cantar de los Cantares «Yo soy para mi Amado y hacia mi tiende su deseo» (7,11), equivale a poner dos espejos intelectuales uno frente al otro. Por tanto, cuando Dios quiera esclarecer a un alma con el lumen gloriae, el alma recibe en sí perfectamente la imagen y claridad, el conocimiento y fruición de Dios, mucho más perfecto que los espejos materiales. Aquéllos permanecen siempre esencialmente separados entre si, pero el alma, en el mismo instante de recibir la gloriosa imagen del espejo eterno en su claridad inmensa, queda unida al mismo incomprensible, glorioso, claro y divino espejo. Absorta en él, dilatada y perdida, como se confunde y desaparece la gota de agua que cae en la vinajera del vino o la chispa que vuela en un fuego colosal.

Las comparaciones aducidas resultan impropias para explicar lo que pasa en el alma privilegiada, como el grano de mostaza apenas guarda proporción con la magnitud del más alto cielo. Pueden, no obstante, contribuir a que el hombre se forme cierta idea y desee unirse con Dios, principalmente en el ejercicio del amor, cuya naturaleza es desear hacer de dos cosas diferentes una sola. Es el llamado ejercicio de amor unitivo, necesario para recorrer este camino.





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