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Autor: | Editorial:



La llaman historia de la Salvación

PREGUNTA

Aprovechando la cordial libertad que ha querido concederme, permítame continuar exponiéndoLe preguntas que, aunque puedan parecerLe peculiares, quizá expongo, como Usted mismo ha observado, en nombre de no pocos de nuestros contemporáneos, quienes, ante el anuncio evangélico propuesto por la Iglesia, parecen cuestionarse: ¿Por qué esta «historia de la salvación», como la llaman los cristianos, se presenta de una manera tan complicada? ¿Para perdonarnos, para salvarnos, un Dios-Padre tenía de verdad necesidad del sacrificio cruento de su propio Hijo?


RESPUESTA

Su pregunta concerniente a la historia de la salvación toca lo que es el significado más profundo de la salvación redentora. Comencemos echando una mirada a la historia del pensamiento europeo después de Descartes. ¿Por qué pongo también aquí en primer plano a Descartes? No sólo porque él marca el comienzo de una nueva época en la historia del pensamiento europeo, sino también porque este filósofo, que ciertamente está entre los más grandes que Francia ha dado al mundo, inaugura el gran giro antropocéntrico en la filosofía. «Pienso, luego existo», como recordamos antes, es el lema del racionalismo moderno.

Todo el racionalismo de los últimos siglos -tanto en su expresión anglosajona como en la continental con el kantismo, el hegelianismo y la filosofía alemana de los siglos XIX Y XX hasta Husserl y Heidegger- puede considerarse una continuación y un desarrollo de las posiciones cartesianas. El autor de Meditationes de prima philosophia, con su prueba ontológica, nos alejó de la filosofia de la existencia, y también de las tradicionales vías de santo Tomás. Tales vías llevan a Dios, «existencia autónoma», Ipsum esse subsistens («el mismo Ser subsistente»). Descartes, con la absolutización de la conciencia subjetiva, lleva más bien hacia la pura conciencia del Absoluto, que es el puro pensar; un tal Absoluto no es la existencia autónoma, sino en cierto modo el pensar autónomo: solamente tiene sentido lo que se refiere al pensamiento humano; no importa tanto la verdad objetiva de este pensamiento como el hecho mismo de que algo esté presente en el conocimiento humano; no importa tanto la verdad objetiva de este pensamiento como el hecho mismo de que algo esté presente en el conocimiento humano.

Nos encontramos en el umbral del inmanentismo y del subjetivismo modernos. Descartes representa el inicio del desarrollo tanto de las ciencias exactas y naturales como de las ciencias humanas según esta nueva expresión. Con él se da la espalda a la metafísica y se centra el foco de interés en la filosofía del conocimiento. Kant es el más grande representante de esta corriente.

Si no es posible achacar al padre del racionalismo moderno el alejamiento del cristianismo, es difícil no reconocer que él creó el clima en el que, en la época moderna, tal alejamiento pudo realizarse. No se realizó de modo inmediato, pero sí gradualmente.

En efecto, unos ciento cincuenta años después de Descartes, comprobamos cómo lo que era esencialmente cristiano en la tradición del pensamiento europeo, se ha puesto ya entre paréntesis. Estamos en los tiempos en que en Francia el protagonista es el iluminismo, una doctrina con la que se lleva a cabo la definitiva afirmación del puro racionalismo. La Revolución francesa, durante el Terror, derribó los altares dedicados a Cristo, derribó los crucifijos de los caminos, y en su lugar introdujo el culto a la diosa Razón, sobre cuya base queron proclamadas la libertad, la igualdad y la fraternidad. De este modo, el patrimonio espiritual, y en concreto el moral, del cristianismo fue arrancado de su fundamento evangélico, al que es necesario devolverlo para que reencuentre su plena vitalidad.

Sin embargo, el proceso de alejamiento del Dios de los Padres, del Dios de Jesucristo, del Evangelio y de la Eucaristía no trajo consigo la ruptura con un Dios existente más allá del mundo. De hecho, el Dios de los deistas estuvo siempre presente; quizá estuvo también presente en los enciclopedistas franceses, en las obras de Voltaire y de JeanJacques Rousseau, aún más en los Philosophiae naturalis principia mathematica de Isaac Newton, que marcan el inicio de la física moderna.

Este Dios, sin embargo, es decididamente un Dios fuera del mundo. Un Dios presente en el mundo aparecía como inútil a una mentalidad formada sobre el conocimiento naturalista del mundo; igualmente, un Dios operante en el hombre resultaba inútil para el conocimiento moderno, para la moderna ciencia del hombre, del que examina sus mecanismos conscientes y subconscientes. El racionalismo iluminista puso entre paréntesis al verdadero Dios y, en particular, al Dios Redentor.

¿Qué consecuencias trajo esto? Que el hombre tenía que vivir dejándose guiar exclusivamente por la propia razón, como si Dios no existiese. No sólo había que prescindir de Dios en el conocimiento objetivo del mundo -debido a que la premisa de la existencia del Creador o de la Providencia no servía para nada a la ciencia-, sino que había que actuar como si Dios no existiese, es decir, como si Dios no se interesase por el mundo. El racionalismo iluminista podia aceptar un Dios fuera del mundo, sobre todo porque ésta era una hipótesis no comprobable. Era imprescindible, sin embargo, que a ese Dios se le colocara fuera del mundo.

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